Francesco Tonucci: “La relación con nuestros niños debe volver a ser la de “te quiero tanto que te dejo salir, y cuando vuelvas me cuentas”
El pedagogo, investigador y dibujante italiano ha dedicado su vida a fomentar una educación alejada de la tradicional, y a recuperar para los niños los espacios públicos de las ciudades
En un mundo educativo marcado por la estandarización y la memorización, las ideas de Francesco Tonucci (Fano, Italia,1940) han cuestionado abiertamente los fundamentos de la educación tradicional, abogando por devolver a los niños el papel central en sus procesos de aprendizaje. Porque, según este psicopedagogo, pensador y dibujante, el verdadero aprendizaje no surge sino de la curiosidad, el juego y la exploración libre; y el juego, más que un pasatiempo, se concibe como una herramienta indispensable para el desarrollo integral de los niños que les permite experimentar y comprender el mundo de una manera significativa. Su propuesta educativa busca transformar las aulas en espacios inclusivos, creativos y libres de presiones, donde cada niño aprenda a su propio ritmo y desarrollen los valores y las habilidades que necesitarán para participar activamente en una sociedad democrática. “Yo creo que, si los niños se sienten protagonistas, se motivan”, explica por videoconferencia.
Además de por su labor pedagógica, Tonucci es conocido por sus tiras cómicas publicadas bajo el apodo de Frato. Unas ilustraciones a través de las que expone, de manera crítica y humorística, las incoherencias del sistema educativo y los desafíos que enfrentan los niños en su vida cotidiana. Viñetas que no solo complementan su mensaje, sino que también logran conectar con un público amplio, ayudando a visibilizar la importancia de repensar la educación desde la perspectiva de la infancia.
Pero la visión de Tonucci nunca se ha limitado a los confines del aula. Con su proyecto La ciudad de los niños, un experimento que realizó en su ciudad natal en 1991, Tonucci promovió la idea de ciudades pensadas principalmente para garantizar la seguridad, la autonomía y el bienestar de los más pequeños. Al situar a estos en el centro del espacio público, se fomenta una sociedad más inclusiva, sensible y equitativa, en la que todos los habitantes se beneficien de un entorno pensado para el desarrollo y la participación activa. Porque, sostiene, transformar la educación y las ciudades en beneficio de la infancia no solo mejora la vida de los niños, sino que también construye un futuro más humano para todos.
Pregunta. ¿El sistema educativo consigue acabar con las ganas de aprender y esa curiosidad innata con la que nacemos?
Respuesta. Eso es indudable. Mira, una mamá colombiana me dijo que su hijo de seis años le había dicho que quería ir solo una día a la semana a la escuela, porque con eso era suficiente para aprender lo que le enseñaban y que necesitaba el resto de días para jugar. Y una niña uruguaya de la misma edad le dijo a su padre que lo que más le gustaba de la escuela “era irse”. No se entiende cómo es posible mantener una estructura que le cuesta tanto al Estado y que prácticamente no le gusta a los niños.
Mi padre, que era hijo de campesino, hizo tres veces primero de Primaria. Y me contaba que él, de lo que le decía el maestro, no entendía nada. Esta es la situación: los niños se aburren en la escuela, y cuando decimos esto, parece algo totalmente normal y aceptable. Bruner, un gran psicólogo estadounidense, decía que esto es un gran problema del que hay que salir a toda costa: si es así, la escuela no sirve, porque si se aburren no aprenden. Desde hace mucho hay estudios que demuestran que no hay una ninguna relación entre el éxito escolar y el éxito en la vida. Y el problema es que estamos formando a los docentes para que hagan este tipo de escuela.
P. ¿Cuál debe ser el rol del profesor en la escuela?
R. Lo más importante es que hay que escuchar a los niños. Mira, el artículo 29 de la Convención sobre los Derechos del Niño dice que la educación del niño debe estar encaminada a desarrollar la personalidad del niño, de sus aptitudes y capacidades, “hasta el máximo de sus posibilidades”. Si yo enseño a todos mis alumnos más o menos de la misma manera, puedo tener en cuenta diversidades. La enseñanza se hace en base a un programa, y este se refleja en los libros de texto. Pero la personalidad de, por ejemplo, Pablo y Ana no existe en esos libros. Y solo podemos acceder a su personalidad escuchándolos de verdad; que es algo que los grandes maestros han hecho siempre.
El problema es que, actualmente, no hay nada en la formación de los docentes enfocado en la educación para la escucha, y eso es una paradoja. El artículo 12 de esa misma convención sostiene que los niños tienen derecho a expresar su opinión cada vez que se tomen decisiones que los afectan, y que debe tomarse en cuenta. Es decir, los niños tienen derecho a ser escuchados, pero da igual el nivel, porque ningún docente tiene formación sobre lo que significa escuchar a otra persona.
P. ¿Cómo debe ser la educación en el aula?
R. Yo creo que tenemos que salir de la idea del aula: no es posible seguir con una estructura donde los niños, y después los chicos, pasan muchas horas cada día, sentados y callados. Que allí pueda suceder algo interesante, me parece absurdo. Ahora, en la educación infantil, y muchas veces en Primaria, se está abandonando ese modelo espacial de filas de pupitres frente a la mesa del profesor, pero de Secundaria en adelante, el aula se ha quedado igual.
Lo verdaderamente importante es ayudar al niño a descubrir cuáles son sus aptitudes y capacidades, o lo que es lo mismo, sus vocaciones, que sería lo que el día de mañana debería traducirse en su destino en la vida como adulto. Y de ahí se deduce que la escuela no debe ser mediocre, ni marcarse como objetivo “pasar el año”, sacar un 5 o un 6. La educación debe mirar al máximo de sus posibilidades. Normalmente, un niño tiene una excelencia posible. Este ha de ser el objetivo de la educación, con lo cual es evidente que tendrá lagunas. Pero la educación no debería trabajar especialmente sobre ellas. Es evidente que para ser excelente en algo, hay que dejar atrás otros aspectos.
P. ¿Cómo es posible entonces descubrir capacidades y vocaciones en un aula tradicional?
R. La alternativa, para todo este alumnado que pasa tanto tiempo sentado y con escasa motivación, debería pasar por tener talleres y laboratorios con los que cubrir todas las competencias necesarias: desde las manuales (como mecánica carpintería, huerta...) a las artísticas, científicas o literarias, de manera que cada uno pueda encontrar qué es lo suyo. Y, en lo que respecta a los espacios, [se debería contar con] una estructura donde todos los espacios se modifican, de manera que puedan proponer experiencias significativas. Espacios donde no se está sentado casi en ningún lugar, menos donde tenemos que escribir.
P. Usted defiende una diversidad dentro de las aulas que también alcanza la heterogeneidad de edades. ¿Resulta práctico juntar a alumnos de edades diferentes?
R. Nunca he entendido por qué la igualdad de edad que se practica en la escuela. La única razón sería pensar que, si tienen la misma edad, son iguales, pero eso es una equivocación fatal, porque los niños son todos diferentes. Si salimos de la escuela, en ninguna de las experiencias de la vida (trabajo, diversión, paseo...) existe ese criterio de separarse por edades. Celestine Freinet, un educador francés del siglo pasado, desarrolló una pedagogía en la que trabajaba con 40 niños de cuatro a 16 años. Y como él salió enfermo de la Primera Guerra Mundial, y no tenía voz, inventó un sistema educativo en el que la escuela la hacían los alumnos, especialmente los mayores con los menores, de forma colaborativa. Y luego tenemos toda la experiencia maravillosa de las escuelas rurales en España o en Italia, donde, por el reducido número de alumnos, no se dividen por edades.
P. Ya, pero esto se hace porque no hay alumnos suficientes para separarlos por edad. ¿Es posible hacer eso mismo en una escuela de 700 alumnos?
R. ¿Y por qué no? El número en la clase se queda igual, solo que se mezclan las edades. El problema no es de número sino de elecciones, de objetivos, de cómo se trabaja, porque la clase con chicos y chicas de distintas edades presenta un cambio muy profundo: el maestro ya no es la única referencia sino que hay muchos referentes, y los niños dialogan entre ellos, no están callados y sentados. Yo ahora sigo a dos escuelas, una en el País Vasco (rural y pequeña) y otra en Lérida (pública y grande), donde se ha asumido esta característica de mezclar las edades.
Dentro de un grupo de, por ejemplo, 15 niños de todas las edades, se hacen grupitos de dos o tres niños de edades homogéneas, y el maestro intenta seguir las actividades de cada grupo homogéneo por edad. Y resulta que esta escuela les gusta a los niños, y superada la sorpresa inicial también les gusta a las familias. Allí los niños aprenden bien y con gusto: yo tengo la imagen de una niña que podía tener cuatro años y que estaba manejando un instrumento eléctrico para limpiar una madera con la asistencia de un chico que podía tener 11 o 12 años. Y en otra esquina había una niña de 10 o 12 leyéndole un libro a un niño de tres o cuatro.
P. ¿Qué papel debe tener el juego en el aprendizaje?
R. Bueno, yo creo que la escuela no es lugar para los juegos. A la escuela hay que ir para hacer actividades que tengan ese objetivo de desarrollar la personalidad de los alumnos. ¿Por qué? Porque el juego es otra cosa, y los niños tienen que hacerlo fuera de casa y de la escuela, sin adultos que los acompañen, porque es una experiencia fundamental.
Yo no tengo dudas de que jugando los niños aprenden más que estudiando, y que es la experiencia más importante de la vida. Jugando los niños desarrollan competencias y capacidades de tipo social, cognitivo y emocional, pero hay una condición: que el juego solo es posible en una situación de autonomía. La relación con nuestros niños debe de volver a ser la de “te quiero tanto que te dejo salir, y cuando vuelvas me cuentas”, sabiendo que probablemente no lo contarán todo, sobre todo si lo han vivido bien.
P. ¿Cómo ha de ser la relación entre la ciudad y los niños y niñas?
R. Hace unos meses lanzamos, junto con la Red Internacional La ciudad de los niños y el Instituto Interamericano del Niño, la campaña Yo salgo a jugar, enfocada en permitir el juego autónomo a los niños. Una alternativa a ese “salimos a jugar” que, normalmente, dicen los padres cuando invitan a los niños a ir juntos a esos lugares de la ciudad preparados para el juego infantil, y que nada tienen que ver con el juego.
En 2019, justo antes de la pandemia, me invitaron a un congreso en Barcelona enfocado en cómo hacer la ciudad más jugable. Y las propuestas eran aumentar los espacios de juego en la ciudad, y hacerlas con mejores servicios con baños y juegos inclusivos. Y cuando yo intervine, me disculpé y les dije que no estaba de acuerdo con nada. La ciudad será más jugable cuando no tenga más espacios de juego infantil, y se reconozca el derecho de los niños a jugar en la calle. Que el espacio de juego de los niños sea el espacio público, que empieza al salir por la puerta de casa.
Se trata de una estructura con la que hemos jugado mucho de pequeños; por lo menos para mí fue un lugar muy importante de juego: primero en la escalera, luego en el patio, después en la acera y en los parques de la ciudad... Jugar es una competencia de niños, no de adultos ni de arquitectos. Y el juego será inclusivo no porque hemos puesto juegos inclusivos, sino porque los niños juegan entre ellos; la inclusión la garantiza la ausencia de adultos.
Cuando éramos niños, teníamos tres espacios principales: la familia, la escuela y la calle, y esto era una experiencia obligada. Todos los niños y niñas salían de casa, y en esta experiencia los únicos adultos que nunca estaban eran los padres. Podía ser sumamente ridículo que un padre le dijera a los vecinos: “Tengo que irme porque tengo que acompañar a mi hijo a jugar”; hubiera sido algo absurdo, y esta experiencia fuera de casa era fundamental para el desarrollo de muchas competencias.
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