Un mercado transparente al servicio de los ciudadanos
El pasado 30 de noviembre, el día que se revalorizaban las pensiones, los españoles recibimos una sorpresa positiva: una tasa de inflación mucho menor de la esperada, que permitía reducir el déficit estructural del Gobierno. ¿Qué había sucedido? El Instituto Nacional de Estadística (INE), en su nota, lo explicaba: una fuerte caída del precio de los carburantes. Pero ¿por qué había descendido de forma tan conveniente el precio de la energía? En un post en NadaEsGratis, blog de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada (FEDEA), Pol Antràs, catedrático de Harvard, e Ignacio Conde-Ruiz, profesor de la Complutense, muestran que desde el 15 de octubre el precio de la gasolina eurosuper de 95 octanos bajó como media un 6,5% en la zona euro, mientras que la caída en España fue más del doble, el 13,5%. La gasolina diésel cayó el 8,1% en España, frente al 3,7% en la zona euro. ¿Por qué este excelente comportamiento si los precios de la materia prima son fijados en mercados internacionales y no hubo cambios en los impuestos?
La sospecha de que había gato encerrado se incrementa cuando vemos que la mejora de España empieza a evaporarse a la semana siguiente: la gasolina eurosuper subió un 0,3% en España, mientras que en Europa bajaba un 1,7%. ¿Pero cómo es posible que compañías privadas se pongan de acuerdo para bajar los márgenes a la vez y volverlos a subir? El ministro de Industria, José Manuel Soria, dio su respuesta en una entrevista en televisión: sin rubor, explicaba a su entrevistadora que había llamado a las compañías petroleras para que “arrimaran el hombro”, porque si no tenía listo un decreto que sería mucho peor para ellas. El mensaje que parece haber detrás, vista la evolución posterior, es: “Os dejamos en paz una vez pase el dato de inflación”. Es decir, los precios de la gasolina se fijan a golpe de telefonazo, a oscuras, sin un proceso público y sin información sobre lo que cada parte concede y exige.
Un segundo ejemplo de la ausencia de una mínima distancia entre poder político y grandes empresas se ha producido en la no-reforma del sector eléctrico. Como explicaba la agencia Bloomberg el 21 de agosto, el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, que bloqueó el intento inicial de la reforma eléctrica (consistente en parte en incrementar los impuestos a la energía fotovoltaica) propuesto por el ministro de Industria, había sido fundador de la consultora que asesoraba a las compañías eléctricas que perdían con aquella reforma inicial, consultora que es ahora propiedad en parte de su hermano y del hermano de su jefe de Gabinete. La reacción de las cotizaciones al anuncio de la reformada no-reforma el día del Consejo de Ministros, el 14 de septiembre (recordemos, se supone, que con la reforma se anuncian nuevos impuestos), fue una subida generalizada de las acciones, incluyendo alzas del 7% para Acciona.
Un último ejemplo de la falta de transparencia y su coste para los contribuyentes ha sucedido con el rescate del Banco de Valencia. Las apuestas de todos los que observaban el mercado era que la Comisión Europea bloquearía la ayuda (como así ha sido) y, dado el penoso estado de este banco, lo liquidaría, con sustancial ahorro para el contribuyente y con las pérdidas absorbidas —como debe ser en cualquier mercado— por los que imprudentemente invirtieron o prestaron a la fracasada entidad. El inversor se arriesga; por eso es inversor. Si no quiere riesgo puede poner el dinero en un depósito. Recordemos, esta entidad no es sistémica (es un 1% del sistema financiero) y su agujero es enorme. Pues bien, el Estado ha preferido vender el Banco de Valencia por 1 euro tras recapitalizarlo con 4.500 millones (que se suman a los 1.000 millones anteriores) y tras añadir un esquema de protección de activos que cubre el 72,5% de las pérdidas futuras en ciertas carteras del banco. Es decir, el Estado transfiere a fondo perdido una cuarta parte del valor de los activos del banco y además con un esquema de protección de activos sobre el resto. Las pérdidas estimadas por Oliver Wyman en el peor caso posible son 3.400 millones. La explicación de por qué se ha decidido no liquidar el banco y de cuáles eran las alternativas consideradas y cuánto costaban está aún por darse.
La fusión cuasi peronista entre lo público y lo privado está adquiriendo una velocidad preocupante
Esto son solo tres ejemplos de una tendencia peligrosa. Durante esta crisis, la fusión cuasi peronista entre lo público y lo privado, basada en las adjudicaciones y decisiones en habitaciones cerradas, sin transparencia, con actuación directa en la esfera económica del poder político, está adquiriendo una velocidad preocupante. Nos acercamos a velocidad creciente a la España de los cincuenta. Podríamos dar miles de ejemplos más, como el más reciente de Ana Pastor, ministra de Fomento, exigiendo a una compañía privada casi quebrada que vuele en ciertas rutas (¿se imaginan quién va a pagar la factura por los futuros vuelos subvencionados a La Habana?). El más notable ha sido el alucinante intento de suprimir, contra toda la práctica internacional, la independencia de los reguladores de todos los mercados (por suerte rechazado por Bruselas) para sustituirlos por un nuevo regulador único subordinado al Gobierno. A pesar del excelente papel de la Comisión Europea protegiendo a los ciudadanos españoles en este tema (como en el de las ayudas bancarias), la propuesta que aún maneja el Gobierno continúa en la dirección hacia un pasado que imaginábamos superado.
El coste de esta falta de transparencia es enorme, incluso para el Gobierno. Decisiones que seguramente sean correctas, a pesar de ser muy dolorosas, como la de las nuevas tasas en la Justicia —mucho menores que en el resto de Europa—, que ayudarán a eliminar el atasco gigante que genera el gratis total y que tienen disposiciones para eliminar su impacto sobre la desigualdad, son recibidas con enorme desconfianza por los ciudadanos cuando estos temen que los Gobiernos actúan ayudando a los poderosos y a intereses inconfesables.
En vez de bajar el precio de la gasolina por unos días, lo correcto es que haya una investigación transparente de la competencia en el sector, por un regulador fuerte e independiente y con capacidad decisoria y sancionadora. El Estado tiene la obligación de dar explicaciones a los ciudadanos con transparencia y claridad, de decir qué ha hecho, con qué criterio. Y de evitar la apariencia, cuando no la realidad, de contubernio con las compañías reguladas. Los españoles ya tienen suficientes problemas encima. No les añadamos la sensación de que les están tomando el pelo. J
Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia de la London School of Economics.
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