La paradoja de los materiales
Durante los años sesenta y setenta, una generación extraordinaria de autores expandieron los límites de las disciplinas estéticas de modo inusitado. El cine, la literatura y la pintura ampliaron sus formatos y prácticas. Pero, posiblemente, los cambios más radicales se produjeron en el ámbito de la escultura: los objetos específicos de Donald Judd, los oggetti in meno de Michelangelo Pistoletto o la anarquitectura de Gordon Matta-Clark así lo atestiguan.
En las décadas de los ochenta y noventa, una hornada de artistas más jóvenes, que incluía a Thomas Schütte, Reinhard Mucha o Miroslaw Balka, entre otros, se encontraron ante la disyuntiva de continuar una línea que parecía haber llegado al grado cero del lenguaje o, por el contrario, recuperar en sus obras la historia, el relato o la figuración, sin volver por ello a fórmulas tradicionales.
Cristina Iglesias tiene un papel destacado en este grupo, al que ha aportado una producción singular que se despliega en los intersticios situados entre la arquitectura, el objeto y el texto. El uso que, por ejemplo, hace de la celosía es muy significativo, ya que esta funciona como una imagen que destila todo tipo de referencias históricas y como una estructura que une y separa, muestra y cancela a un mismo tiempo. A Cristina Iglesias le interesa la paradoja. De ahí que la combinación de materiales en su trabajo sea a menudo inverosímil: cemento y tejido, cristal y bronce, etcétera. Es ese elemento híbrido y de cesura el que le da un carácter disruptivo y personal a la obra de Iglesias. Lo que persiste en nuestra memoria, después de contemplar una de sus piezas, es la tensión entre la forma abstracta y la figurativa, entre lo real y lo imaginado. A diferencia de la escultura clásica, sus formas no son expresión de una verdad interior e ideal, sino fragmentos de una realidad que no puede dejar de percibirse como ficción.
Manuel Borja-Villel es director del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
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