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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Vian revisitado

Manuel Rodríguez Rivero

En la faja de la primera edición (Gallimard, 1947) de La espuma de los días, de Boris Vian, se incluía como reclamo una frase del autor que decía: "No son las gentes las que cambian, sino las cosas". Es muy posible que el peritexto publicitario lograse su objetivo e impulsara a los lectores a adquirir el libro: al fin y al cabo, el mensaje ofrecía una perspectiva sugerente en aquel París liberado que ansiaba olvidar los años de guerra (y la infamia de la colaboración), y que se había convertido de la noche a la mañana en el faro cultural de un continente aún parcialmente sepultado bajo los escombros.

Uno de los efectos oblicuos de la estupenda exposición Boris Vian, organizada por la Bibliothèque Nationale de France, es que proporciona una vibrante instantánea de aquel momento. Durante algo más de un lustro, Saint-Germain-des-Près fue el centro de ese abigarrado mundo en el que todo parecía otra vez posible. En los cafés de la superficie los (pocos) turistas avisados, principalmente norteamericanos hipnotizados por las crónicas de los "inocentes" expatriados de entreguerras, buscaban el rostro de escritores y filósofos a los que precedía una fama difusa y escandalosa. Y en las cavas del subsuelo se hacinaban, bailando enloquecidamente en medio de la acre nube de humo de centenares de cigarrillos, los jóvenes zazous, aquellos locos del jazz que buscaban en el sonido y el ritmo hot una nueva liberación.

'La espuma de los días' se ha convertido, como 'Werther', en un emblema literario y transgeneracional de la juventud

Boris Vian (1920-1959) participaba de la superficie y del subsuelo. Nada como aquel París de posguerra para que terminaran de aflorar todos sus talentos. De hecho, a lo largo de su breve existencia le dio tiempo a ser todo: desde novelista y parlotier (letrista) a pintor, músico y productor musical. Y, entre medias, lo demás: poeta, dramaturgo, periodista, compositor, ingeniero, traductor, patafísico. Incluyendo su propio doble: desde el anagramático Bison Ravi de sus juegos adolescentes al Vernon Sullivan de sus (escandalosas) novelas "negras", Vian nunca dejó de ser varios siendo siempre uno. Esa multiplicidad exuberante y multidisciplinar, producto de su hiperactiva curiosidad (en algún momento dijo que lo único que se podía ser era Picco de la Mirandolla) tuvo seguramente mucho que ver con el relativo desdén hacia su obra posterior de buena parte del establishment literario y editorial que le había apoyado (incluido Gaston Gallimard, que rechazó sus novelas posteriores a pesar de la encendida recomendación de Raymond Queneau).

La espuma de los días (Alianza) es su obra maestra y refleja perfectamente el momento personal y contextual de su composición. Su trama, brevemente expuesta por el propio autor, revela su filiación con un argumento inmortal: "Colin conoce a Chloé. Se aman. Se casan. Chloé cae enferma. Colin se arruina para curarla. El médico no puede salvarla. Chloé muere. Colin no vivirá mucho tiempo". Lo que no dice es que esa mezcla de tragedia e historia fantástica (Chloé fallece como resultado de un tumor-nenúfar alojado en un pulmón), se despliega mediante procedimientos que hacen añicos las convenciones narrativas tradicionales y buscan afanosamente un nuevo entendimiento con el lector. Los juegos de palabras, las jitanjáforas, los cambios bruscos de registro, las alusiones a los personajes del momento (incluyendo al célebre Jean-Sol Partre), fascinaron a los jóvenes que redescubrieron la novela a principios de los sesenta (de la mano del editor Jean-Jacques Pauvert), cuando la literatura del "compromiso" daba demasiadas señales de agotamiento. Desde entonces La espuma de los días se ha convertido, como Werther, en un emblema literario y transgeneracional de la juventud, una historia en la que la alegría desbordada del contar expresa el horror a la muerte, y en la que el amor (loco) es, a la vez, fuente de felicidad y sufrimiento. Los jóvenes que la descubren se reconocen en ella. Y los adultos que la releen consiguen reencontrarse -aunque sea por un rato- con un lejano doble de sí mismos.

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