Miserias del 'rockumental'
Estos días llega a España el último documental de Martin Scorsese. Y urge repasar la actualidad de ese subgénero llamado rockumental, tan prometedor años atrás. Con el pop obsesionado por reconstruir su pasado, había necesidad de contar las grandes (y las pequeñas) historias, combinando imágenes, declaraciones y canciones. Nos deslumbraron cintas protagonizadas por la serie B (Anvil, Dig!), los marginados (The devil and Daniel Johnston, Standing in the shadows of Motown) o incluso pesos pesados (Metallica: Some kind of monster, End of the century).
Hasta surgieron festivales dedicados al documental musical, tipo In-Edit. Y brotó una pequeña industria de cineastas apasionados por retratar a sus contemporáneos y a sus mayores. Hoy, sin embargo, me pregunto en qué quedó aquel deslumbramiento.
Los cineastas se conforman con ejercer de hagiógrafos para las estrellas
En vez de películas reveladoras, lo que abunda es el producto domesticado. Contenido para múltiples plataformas, dicen ahora: documentales para ser troceados en la Red, listos para ser emitidos en televisiones, adecuados para añadirse a reediciones upgrade, aptos para salir en DVD con extras. Cualquier mirada independiente está prohibida: son objetos promocionales, sujetos a la aprobación de artistas, mánagers y discográficas.
Asombra que un Scorsese pase por el aro. En No direction home, el equipo de Dylan le pasó el material de archivo y las entrevistas depuradas; literalmente, ninguna posibilidad de desmarcarse del territorio acotado previamente (¡Qué me dice! ¿Que Bob Dylan tomaba drogas en los sesenta?). En Shine a light, la única posibilidad de aportar drama a la apisonadora de los Stones fue presentar a Martin agobiado por una supuesta renuencia del grupo a compartir su setlist, como si modificaran cada noche su repertorio. Living in the material world luce sincero pero nos ofrece un George Harrison unidimensional: su viuda domina la pantalla; el resultado final no está muy alejado de un moderno Esta es su vida.
Y no solo Scorsese. Pearl Jam Twenty celebra los 20 años del debut del grupo de Seattle. Lo dirige un íntimo del quinteto, el realizador Cameron Crowe. Por si alguien lo olvidó, en sus inicios Crowe fue el niño prodigio de Rolling Stone, gracias a su arte para pasar la mano por el lomo de sus entrevistados. Obviamente, Pearl Jam pueden permitirse una home movie profesional que les deja guapos, humanamente modestos y creativamente geniales. El asunto se complica cuando comprendes que también Pearl Jam puede torpedear cualquier otra visión alternativa.
La actual normativa del derecho de autor se convierte en instrumento de censura. Si el astro, su editorial o su disquera pueden negar el uso de sus canciones o grabaciones, disponen de un veto inapelable. Y no dudan en aplicarlo: en 2005 se estrenó Stoned, largometraje con actores sobre la tumultuosa vida y sospechosa muerte de Brian Jones, inicialmente cabecilla de los Rolling Stones. Dado que Jones fue despedido por sus exasperados compañeros, todo aquello es material sensible.
Contradiciendo su fama de avida dollars, Jagger y compañía no cedieron su cancionero. Ciertamente, la película era endeble pero se hundía inmediatamente por la ausencia de música de los Stones: si salían en un escenario, lo que podía sonar era alguno de los blues que tocaban en sus inicios.
Aquí entramos en territorio sacrílego. Los actuales beneficiarios se indignarán con solo mencionarlo, pero en algún momento, no muy lejano, debe repensarse el derecho de propiedad intelectual, tan desajustado a la realidad. En el campo que nos ocupa, convendría ampliar el concepto de lo que los anglosajones denominan fair use, que potencia la libertad de expresión y crítica. El uso razonable permitiría recurrir mínimamente a material protegido para desarrollar documentales con visiones heterodoxas.
Pero lo que falla en directores como Scorsese o Crowe es precisamente la voluntad de indagar detrás de la leyenda. Se conforman con ejercer de hagiógrafos para las estrellas. Y ese no era el acuerdo. Por lo menos en el caso de Martin: no es lo que firmamos cuando vimos a Johnny Boy bailando en Malas calles, rumbo al desastre.
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