Un soneto en el fregadero
Me he quedado sin pulso y sin aliento... La noche anterior se lo había pasado muy bien. Tan bien, que a las tres y media de la mañana, cuando se fue a la cama con pasos inseguros, vacilantes, se le olvidó tomarse dos antiácidos en medio vaso de agua. El resultado es esta calamidad de cabeza embotada y boca pastosa con la que se enfrenta a la batalla de la cocina, platos sucios rebosando el fregadero, en todas las mesas copas y vasos pringosos, impresos con las huellas digitales de una felicidad fugaz, duradera.
Separado de ti. Cuando respiro... Había sido lo de siempre, que ella invitó a dos, su marido a cuatro, y luego llamó otro amigo para preguntar si tenían un cuarto libre, y su cuata mexicana estaba en Madrid, y qué alegría que estés aquí, y vente corriendo, que me muero de ganas de platicar, y luego, ya puestos... Catorce o quince, ni siquiera los contó, pero qué bien. Y por muchos años.
"Se enamoró de un poeta, pero dudó de su suerte. En su vida, la poesía fue al fin la propia vida"
El aire se me vuelve en un suspiro... Su padre era poeta y tenía el don del endecasílabo, una misteriosa predisposición a componer versos de once sílabas técnicamente perfectos. Aunque los publicaba a su costa, para regalárselos a los amigos, nunca se los llevó a ningún editor. Sin embargo, ella recuerda muchas tardes de su infancia, los nudillos de su madre sobre la puerta de su cuarto, de los cuartos de sus hermanos, ¡niños, venid, que papá ha escrito otro soneto!
'Y en polvo el corazón, de desaliento...'. El padre de su padre también era poeta, pero no le gustaba leer sus versos ni siquiera en familia. Sin embargo, a veces la cogía en brazos, se la sentaba en las rodillas y leía bajito, sólo para ella, versos de los poetas que admiraba. Su nieta todavía no puede escuchar, miradlos, qué viejos son, qué viejos son los lagartos, sin que se le llenen los ojos de lágrimas.
No es que sienta tu ausencia el sentimiento... Por eso nunca se atrevió a escribir un poema. En su vida, la poesía fue primero una extrañeza, un recinto cerrado al que sólo la invitaban a entrar de vez en cuando, un asunto ajeno, de los mayores de la familia. Con el tiempo comprendió que, sobre todo, era cuestión de amor.
Es que la siente el cuerpo, no te miro... Amor por el ritmo y por la música, amor por las palabras y por la admirable capacidad de exprimirlas, de amasarlas, y estirarlas, y retorcerlas como la masa de un pan, hasta hacer con ellas pan, el alimento más simple, el más complejo, el que expresa más con menos ingredientes. Amor por dos hombres, también, el padre, el abuelo que durante años fueron la poesía para ella.
No te puedo tocar por más que estiro... Después se enamoró de un poeta. Estaba cantado, Freud no habría tenido ninguna duda, pero ella sí dudó. Dudó de sus méritos, dudó de su suerte, dudó del milagro frágil, irrepetible, del azar que cruzó su destino con el de un hombre al que había empezado a amar antes de conocerle. En su vida, la poesía fue al fin la propia vida.
Los brazos como un ciego contra el viento... Y su amor le dio sentido a todo, a su infancia, a los sonetos que escribía su padre, a los lagartos que lloraban y lloraban, al instinto de habitar los poemas al otro lado del espejo donde se mira el poeta, la costumbre de leerlos para ordenar el mundo, dentro y fuera de sí.
'Todo estaba detrás de tu figura...'. Por eso, esta mañana, al entrar en el campo de batalla de la cocina con la resaca puesta, la memoria de las copas, las risas de anoche, y el cuerpo flojo, inepto, que el alcohol de las madrugadas deja tras de sí, comprende que aunque es tarde para los antiácidos, no está todo perdido.
Ausente tú, detrás todo de nada... Anoche le echó de menos una vez más. Siempre que la casa suena a juerga, a copas llenas y ceniceros sucios, se asombra de no verle allí, en su sitio de siempre, el sofá donde ya no se sienta, donde la sigue mirando con sus ojos castaños, astutos, y un vaso de whisky que nunca sacia su sed por la vida.
Borroso yermo en el que desespero... Su padre, su abuelo, su amor y Ángel González la acompañan esta mañana mientras se hace un café. Se lo toma despacio, calibrando el desastre, antes de ir a una estantería a buscar un libro.
Ya no tiene paisaje mi amargura... Necesita un soneto y sabe dónde encontrarlo. Lo ha leído muchas veces y lo va a leer muchas más, tantas que el primer verso parece mirarla, saludarla, preguntarle cómo está antes de infiltrar en sus ojos el ritmo perfecto, la quietud prodigiosa, la paz balsámica del primer endecasílabo.
Prendida de tu ausencia mi mirada... Y todo, su cabeza embotada, su cuerpo incapaz, los platos, los vasos, los cristales sucios de las mesas, vuelve a estar en orden mientras un Ángel joven, eterno, se duele del abandono de la trapecista a la que amó hace tantos años y ahora mismo.
Contra todo me doy, ciego me hiero... Sólo después del último verso, se levanta, abre el grifo, empieza a aclarar la vajilla y la va colocando con cuidado en el lavaplatos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.