Creador agradecido
Sabían lo que hacían los jurados del Príncipe de Asturias. Era por lo menos insólito otorgar el Premio de las Letras a Leonard Cohen. Tiene obra, cierto: dos novelas rompedoras, una docena de poemarios. Pero lo escrito queda eclipsado por su producción musical. Al mencionarse su nombre, pocos piensan en Hermosos perdedores o Flores para Hitler: le amamos como el cantor agónico, sacudido por el vértigo de la carne, el vendaval de los tiempos, la ansiedad espiritual.
Pesaba el precedente de Bob Dylan, Príncipe de Asturias de las Artes en 2007. Cumpliendo con su leyenda de huraño, no se presentó. Y los premios se dan para escenificar el sentido de justicia de los otorgantes, su agudo discernimiento, su cosmopolitismo. Requieren la presencia del elegido, para dar sentido al fallo. Si se premia a un ogro que no acepta acudir, se tambalea el montaje.
El mundo se rindió ante Dylan en 1965 y él todavía está huyendo de aquella canonización. Cohen pertenece a otra categoría: nunca ha conocido esa gloria abrasadora. Viene del ambiente literario de un país pequeño, donde los escritores buscan premios con dinero, aspiran a las becas, se agrupan y conspiran para destacar. Con todo, sumando ayudas familiares y sus escasos derechos de autor, sobrevivía modestamente en una isla griega.
Hasta que se instaló en Nueva York, para vender sus canciones. Aunque el look y la edad le marcaban como intruso, el cazatalentos John Hammond le aseguró que podía grabar discos. Facturaba letanías dolientes y se burlaba de su propia voz.
En términos comerciales, su carrera ha sido irregular. Picos de aceptación, tramos de silencio, ruina debido a un latrocinio, recuperación. Así que Cohen acepta feliz los reconocimientos. Y cumple. Lo hemos visto en los telediarios: humilde en el triunfo, despierta el cariño universal. Acertaron los jurados.
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