El fin de la revolución
Una de las consecuencias positivas de esta crisis económica es que muchos ignorantes nos hemos puesto a leer economía (la más positiva son desde luego los chistes: un amigo tiene una prima loquita a la que adora y a la que llama "mi prima de riesgo"). ¿Quién nos iba a decir que algún día abriríamos el periódico por las páginas de economía y leeríamos a Krugman y Stiglitz como leemos a Vargas Llosa o Enzensberger, y que Keynes acabaría convirtiéndose en lectura del verano? Por supuesto, la ignorancia no se cura en tres años, así que seguimos siendo más o menos igual de ignorantes que cuando empezó la crisis. De todos modos, algunas cosas sí hemos aprendido; por ejemplo: que la economía está casi tan cerca de las ciencias ocultas -incluida la psicología- como de las ciencias exactas; o también: que, como casi todas las disciplinas intelectuales, ésta es extraordinariamente compleja y a la vez extraordinariamente simple, de forma que cualquiera con un mínimo de ganas y sentido común debería ser capaz de entender lo esencial. Y una última cosa: aunque no haya salido de mi ignorancia, a mí este periódico me paga por decir lo que pienso, así que paso a cumplir con mi obligación.
"Tres años después de la crisis, seguimos sin reglas. La crisis sigue y las agencias de calificación también"
Y lo que pienso, después de seguir con tanta perplejidad como cualquiera la reforma de la Constitución -referida a la estabilidad presupuestaria y la limitación del déficit público-, es que quizá estamos confundiendo lo esencial con lo accesorio. "Si la casa está en llamas", ha escrito Agustín Díaz Robledo en este diario, "no se le puede exigir a los bomberos que consigan un mandamiento judicial para entrar". Puede que sea verdad. Puede que la única forma de evitar la catástrofe del rescate y calmar a unos mercados que en agosto estuvieron a punto de llevársenos por delante, y en otoño intentarán rematar la faena, sea solemnizar, constitucionalizándola, la promesa de que vamos a pagar nuestras deudas. Pero mi impresión es que, entre tanto humo y tanto ruido, corremos el riesgo de olvidar que el cambio en la Constitución no es el centro del problema. El centro del problema es quién incendió la casa. Y que algunos de los que permitieron el incendio son los actuales bomberos. Y que los pirómanos siguen sueltos. Una noticia pasó bastante inadvertida a finales de agosto, justo mientras se anunciaba la reforma constitucional. Resulta que la agencia de calificación Standard & Poor's dio la máxima nota (AAA) a un bono hipotecario llamado Springleaf Mortgage Loan Trust 2011-1, respaldado por un 59% de hipotecas concedidas a clientes de dudosa solvencia; es decir: tres años después del estallido de la crisis, S&P avalaba exactamente el mismo tipo de operación financiera que provocó la crisis, inundando el mercado de hipotecas basura. Y nadie lo ha impedido. Y, lo que es peor, nadie parece dispuesto a impedirlo. A principios de julio, cuando las agencias de calificación hicieron otra de sus gamberradas -rebajar a bono basura y sin justificación la deuda soberana de Portugal-, el presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, amenazó con crear una agencia de calificación europea para romper el monopolio salvaje de las tres norteamericanas; el Parlamento Europeo le apoyó, y Merkel, y no sé quién más. Todos estaban muy enfadados. ¿Han vuelto a oír hablar del asunto? Yo sí: el 6 de septiembre Durão Barroso afirmó que no hay planes de crear una agencia europea de calificación. ¿Se le pasó el enfado? ¿Recibió de las agencias norteamericanas una oferta Corleone, de esas que no se pueden rechazar? No lo sé; lo que sí sé es que ése es el auténtico problema, y no una reforma de la Constitución que, aunque sea una chapuza y se haya aprobado con métodos dignos de Cantinflas, en el fondo es más simbólica que sustancial (y además su sustancia, como todo en la Constitución, dependerá de quién y cómo la interprete): el auténtico problema es que esta crisis la provocó un sistema financiero sin control apoyado a muerte por las agencias de calificación y que, cuando hace tres años lo salvamos del desastre con nuestro dinero, lo hicimos a condición de que se le impusieran unas reglas, para que la crisis no volviera a repetirse. Tres años después, nadie ha puesto reglas, la crisis sigue aquí y los pirómanos también. Ése es quizá, insisto, el auténtico problema.
Y, si lo es, la única solución son las reglas. A finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando Thatcher y Reagan llegaron al poder, arrancó en todo el mundo una revolución conservadora cuya primera premisa económica afirmaba que un mercado sin reglas era un seguro de prosperidad para todos; ahora hemos visto que eso es una fantasía. Necesitamos recuperar las reglas. Necesitamos volver a Keynes. Los sabios, incluidos Krugman y Stiglitz, no se cansan de decirlo. Y si vuelven las reglas acabará la revolución y, quizá, volverá la paz. Y entonces los chistes pasarán a ser la segunda consecuencia más positiva de esta crisis.
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