Crónica de una bronca anunciada
¡Aquello fue la hostia! No solo pedían la cabeza del Bautista, también pedían la de Salomé. Qué batiburrillo. La Asamblea Extraordinaria de la SGAE, probablemente la marca más desprestigiada de España, fue un despropósito desde su inicio. No, me corrijo, desde antes de su inicio. Porque ¿a quién se le ocurrió elegir el incomodísimo Salón de Actos del Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid para una asamblea que duraría hasta las tantas? Te sentabas en sus estrechas y duras butacas y te entraban ganas de darle un codazo al de al lado. El aula magna, antiguo Anfiteatro Anatómico del Colegio, está diseñada para mostrar una autopsia con los asistentes volcados sobre el cadáver. Pero no para que una (de antemano denostada) mesa presidencial impusiera un mínimo principio de autoridad y/o de cordura a los convocados. Allí, postrados en el pozo semicircular, los 6 miembros de la Junta de la discordia que se atrevieron a dar la cara, soportaron el disfavor de un público de circo romano que pedía convertirse en leones para arrancarles la cabeza.
Probablemente, la SGAE es la marca más desprestigiada de toda España
Nos lo merecíamos por dejadez, por no ir casi nunca a las asambleas
La sesión comenzó con mal pie. Un sonido nefasto hizo prácticamente ininteligibles las palabras de bienvenida a la asamblea del presidente. Una vez reestablecido el orden la tensión se volvió a disparar cuando el Secretario General de la entidad, Sr. Galindo, anunció el acuerdo al que habían llegado las dos candidaturas de las últimas y malhadadas elecciones generales, más otros grupos de opinión que representaban diferentes tendencias y corrientes dentro del seno de la Sociedad de Autores.
Se había consensuado una lista de 15 socios que se encargarán de redactar los nuevos estatutos que servirán de guía para la refundación de la maltrecha casa de los autores patrios. Evidentemente los no consensuados, los no consultados o tenidos en cuenta para esa lista de privilegiados socios estatutarios, pusieron el grito en los frescos de la bóveda del Salón de Actos de los galenos. Un aluvión de peticiones de palabra, de cuestiones previas a la votación de los futuros comisionados, dio paso a una serie de intervenciones de variopinto valor oratorio y calado intelectual.
Antes de comenzar la reunión todos alabamos la oportunidad que se nos presentaba para refundar una sociedad que se había equivocado demasiado, que había vivido en una insoportable arrogancia, bajo la égida de un tipo que empezó muy bien y terminó detentando un poder tan omnímodo que, cuando lo conminaron a que dejara el puesto de Presidente del Consejo de Dirección después de haber sido encartado por un juez por no sé cuántos presuntos casos ilegales, les dijo, a lo Flaubert, la SGAE soy yo.
La mayoría de los compañeros con los que hablé compartíamos opinión: nos merecíamos lo que nos había pasado por dejadez, por no haber acudido casi nunca a las asambleas, por no haber atendido las voces de alarma que alertaban de compras de teatros en medio mundo, de edificios y de estudios de grabación, de contrataciones caprichosas y de cierto círculo de amistades próximas al poder, de sueldos y planes de pensiones disparatados. Sabíamos que la sociedad civil nos había dado la espalda manipulada por intereses concretos: operadores que ofrecían lo que no poseían, internautas del gratis total y algunos medios de comunicación que frivolizaron con la piratería hasta que empezaron a padecerla. Pero sobre todo lo de la peluquería, las bodas, los conciertos benéficos y lo indiscriminado del canon digital. La falta de cintura ante estos casos, la ausencia de una política de comunicación que tratara de explicarle a la gente, a nuestro público, que todos los oficios tienen que ser recompensados con un salario.
Sobre las dos horas de Asamblea ya el ruido no dejaba oír a los intervinientes. Todo eran insultos contra la mesa presidencial, reivindicaciones extemporáneas, descalificación del contrario. Las butacas se hacían cada vez más hostiles para el confort y la reiteración de conceptos hacía cansina la escucha. Empezó la temida desbandada de asamblearios y me levanté para salir al jardín a estirar las piernas. Casi a punto de conseguirlo, oigo claramente que me insulta la voz desagradable de un tipo que había estado reventando el acto, descalificando a todo cristo. La voz pertenece a un tipo más o menos de mi edad y totalmente desconocido para mí, que me espeta no sé qué de "rojo" y "ceja". Yo, que no había intervenido, ni he formado parte nunca de ninguna Junta de la sociedad, no descubrí el engaño. Entré al trapo y pagué al malababa con su misma moneda, y me puse a su altura.
Algún periódico y algunas páginas digitales han utilizado el incidente como ilustración del clima de desencuentro de la Asamblea Extraordinaria de la SGAE, cargando las tintas. Que no se llamen a engaño, mi episodio refleja más la crispación ambiental de este país que la de un puñado de gente que lucha por el poder de la SGAE. Un país donde ejercer la libertad de voto puede llevarte al veto. Un país donde la ideología es un arma arrojadiza. Donde no importa que tu vida sea un ejemplo de convivencia hecha canción. Por fortuna este episodio ha sido muy raro en mi vida y no se repetirá. Hay mucha gente que me quiere, piense como piense. Pero aquella tarde me largué jodido a casa.
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