Rachel Weisz y Barceló, traicionados
La primera vez de la que guardo inolvidable recuerdo de esa judía inglesa que solo podía llamarse Rachel fue en Enemigo a las puertas. Encarnaba a una soldado rusa en la batalla de Stalingrado, aparecía desgreñada y con las uñas sucias, follaba vestida y disimuladamente en medio de un campamento, del frío extremo y de la desesperación con un francotirador legendario que encarnaba Jude Law. Y como cualquier hombre con papilas gustativas y románticas me enamoré de esa mujer y de esa actriz, algo que no me ocurría en el cine desde la aparición de esa muñeca tan real llamada Michelle Pfeiffer. Ver y escuchar en una pantalla a Rachel Weisz ha justificado que me tragara un engendro perpetrado por su exmarido (nadie es perfecto) Darren Aronofsky. Y nunca podré perdonarle a Alejandro Amenábar en Ágora que se empeñara en hacerla virginal y asexuada, que no me mostrara a su heterodoxa, mitológica y acorralada filósofa y matemática desnuda y carnal, montándoselo con alguien, me da igual que fuera con hombres, con mujeres, con animales o consigo misma.
Terence Davies es carne prestigiosa y exclusiva de los festivales de cine
Rachel Weisz, amante de los riesgos y de los vanguardistas en ciernes o consagrados se coloca en The deep blue sea bajo el mandato de Terence Davies, un director con magnetismo limitado a los críticos, carne prestigiosa y exclusiva de festivales de cine, un autor (qué asco me provoca últimamente esa pomposa definición, cómo entiendo a los mejores directores que ha dado el cine cuando algunos analistas con pretensiones de profundidad les comparaban a Shakespeare y ellos respondían que solo pretendían hacer películas que fueran buenas y llenaran las salas, que gustaran a la mayoría de los espectadores), un hombre con estilo propio y cansino que se ha quedado colgado con la reconstrucción de su universo de infancia, con el Londres angustiado y misérrimo de la ultima guerra mundial y de la posguerra, con el color, la atmósfera y los sentimientos que se saborean o se sufren en la infancia y que permanecen inalterables durante el resto de tu vida.
El autor de la muy estimable Voces distantes y de otras películas insufribles, hombre que se toma con paciencia y previsibles subvenciones sus culturales proyectos, adapta en esta ocasión una obra teatral de Terence Rattigan. Polanski también ha aceptado ese reto últimamente y de forma modélica en Carnage, transmitiendo al cine el teatro de Yasmina Reza. Y este melodrama romántico, que describe la tortuosa pasión y el volcánico deseo carnal de una mujer aceptablemente casada con un juez tradicional, enamorado, gorderas, racional, comprensivo, nada atractivo, hacia un aviador joven, alcohólico, acomplejado, colérico y plebeyo mantiene las características estéticas y pesadas de su autor, la recreación minuciosa del espíritu de una época aunque esta transcurra en cuatro escenarios, la exaltación de un gran amor en el que te juegas tu estatus social y económico e inevitablemente destinado al fracaso. Terence Davies hace lo que sabe hacer, mantiene el ritmo monótono y el afán pictórico para describir sentimientos al límite, habla de la pasión con un lenguaje tan cuidado como frío, introduce aparatosa música de violines para aumentar la temperatura. Si no fuera por los ojos, la boca, el masoquismo, la complejidad y la hermosura de Rachel Weisz me importaría un comino este amor volcánico entre personajes prescindibles. Pero no puedo dejar de mirarla, de sufrir con ella, de entender lo que su cerebro niega y su piel afirma.
Creo que hoy exhiben en una sección paralela un documental de Isaki Lacuesta sobre Miquel Barceló. Y me apetece mucho verlo, aunque no esté incluido entre mis obligaciones profesionales, en las cuales te planteas qué diablos haces siguiendo las frecuentemente lamentables secciones oficiales cuando el cine y la vida están en otra parte. Pero el notable documentalista (¿o hay que decir autor?) pretende en la intragable Los pasos dobles hacer dos por uno, aprovechar su estancia en Mali para hablar del arte de ese pintor fascinante con una mezcla de ficción y realidad para reconstruir la historia de otro escritor y pintor que se propuso crear y proteger una especie de Capilla Sixtina en un búnker del desierto.
Excepto en los breves momentos en los que aparece el huraño, nómada y extraordinario Barceló haciendo su misterioso trabajo, el resto es una gilipollez con anhelos pintorescos, un guión improvisado en el que tiene cabida cualquier disparate con pedigrí étnico, una falsaria búsqueda de la pureza, la disparatada narración de un impostor occidental sobre leyendas y costumbres de la negritud. La historia del pintor, escritor y aventurero François Augiéras en Mali posee mucho interés literario y poético, pero el cine ha traicionado su odisea con una película tan absurda como idiota.
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