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Tribuna:MI CORAZÓN DELATOR
Tribuna
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Los niños cantores

Este agosto de ambulatorios cerrados por defunción del dueño (el Estado de bienestar) nos han visitado los niños cantores del Papa, y como todavía están libres de pecado han tirado piedras contra las puertas del cielo igual que en la canción de Dylan, cuando lo suyo, con las calores, es tirar de Magnum (helado). Si aún queda algo parecido a un hippie es un cura rodeado de guitarras por todas partes, menos por una que le une al continente y a la continencia. Los curas que han venido con este 15-M mariano llevaban camisa de manga corta, el alzacuellos colgando y se tumbaban en la hierba del parque de la Sagrada Familia, y entonces se entretenían un rato mirando para Mallorca (la calle) y veían circular el 33, el 44 y muchos otros autobuses. Hay una experiencia extática en el sacerdote que ve pasar el autobús, aunque quizá resulte más litúrgico llamarle ómnibus. Un autobús tiene algo de feligresía municipal, de mogollón de almas en pena pero con el descuento de la tarjeta rosa. ¿Van a ser los mismos los autobuses de Barcelona con un alcalde de Convergència? No creo (con perdón). Más bien al contrario, parece que les van a cambiar hasta las rutas. Uno de los síntomas se manifestó hace un par de semanas, cuando Trias dijo en el pregón de Sants: "Bienvenidos a la fiesta de Gràcia". Pero al cura italiano o polaco que ha venido hasta aquí esto tampoco le importa. Es peccata minuta, y aquí la minuta ya la pagamos entre todos como buenos hermanos de los de Rouco y sus hermanos. Nunca, desde el Congreso Eucarístico, en tiempos del hombre de las fosas (no me refiero a las nasales), estuvieron las calles de Barcelona, de Sant Adrià, de Badalona, de Cornellà..., tan transitadas de curas y de gente con el logotipo de la corona y de la cruz, transustanciación gráfica de Cristo Rey, como en este pasado mes de agosto. Ni siquiera cuando vino el Papa, que fue en noviembre. Igual es que a Benedicto XVI le sucede en Madrid como a José Tomás en Barcelona. Con la aportación de los peregrinos, la Sagrada Familia se convirtió el mes pasado en la Sagrada Familia y uno más. Pero se tiene una sensación de estar en el hilo de las supercuerdas que sujetan las veintiséis dimensiones al acabar el curso oyendo hablar a todo el mundo de Tony Judt (que más que como un Pasolini es como un Roca Junyent del pensamiento izquierdista) y de repente encontrarse en vacaciones con un alud de Goonies, pero que ahora en vez de ser de Astoria (Oregón) son de Astorga (León).

La indignación es un lavado en seco para que el rojo no se destiña

Como jornalero del campo semántico, me he quedado más pillado que un cojo con alzas en un desfile pride al oír lo que Duran i Lleida va repitiendo sobre la nueva reforma laboral a través de todos los micrófonos que encuentra: "Es mucho mejor subvencionar el empleo que subvencionar el paro". No se le va a discutir al portavoz democristiano de CiU en qué consiste una subvención, ya que su partido tiene mucha experiencia en el asunto. Pero los parados lo que reciben es un subsidio. Y los parados de larga duración, un talón en el buzón equivocado para recordarles que se vive con la muerte en los talones. De las lecturas veraniegas de Tony Judt (no es que algo vaya mal, es que es todo va a la contra) me doy cuenta de que lo que más se me ha quedado, como siempre, ha sido la anécdota. El cromo, la alusión al capitán Renault de Casablanca diciendo: "Estoy indignado, indignado". Los franceses se han pasado la historia indignados. Desde Ordenalfabétix, el pescatero de Astérix, hasta Louis de Funès, en El gendarme en Saint-Tropez, pasando por Stéphane Hessel, por supuesto. Sólo un belga, el capitán Haddock, ha sabido indignarse más que los franceses, y esto les ha servido también de motivo de indignación. París es una ciudad donde la gente tiene fama de no bañarse mucho, pero basta con pensar en el final de Marat para hacerse cargo de lo que temen. La indignación es un lavado en seco que se han inventado en Francia para que el rojo no se destiña.

Con la inmediatez de quien llama a las puertas del cielo cuando ya le han cerrado hasta las del infierno, aporreo también las letras del teclado y al ver formarse las palabras voy comprendiendo por qué me puse a leer El exorcista, la novela de Blatty, estos días de agosto. Y mira que estaba claro. El libro me ha encantado, y además sin la música de Mike Oldfield. Si leyendo Los tres mosqueteros es imposible que nadie se haga del cardenal Richelieu, con El exorcista uno se queda atrapado (como a partir de ahora un trabajador en una cadena de contratos sin fin) por la figura del padre Karras. Lo importante como siempre no es lo que pasa sino lo que hay. Que la niña Regan esté posesa no es más que el pretexto para que uno sepa del padre Damien Karras, un jesuita criado en la parte más miserable de Brooklyn. Su madre lleva más de media vida en América pero no ha sido capaz de aprender a hablar en inglés. Vive sola, en un piso destartalado, y su hijo va a visitarla de cuando en cuando. Al padre Karras no es la soledad en la que ha quedado la madre lo que le reconcome sino haber salido él del barrio, haberse salvado solo él, y ahora lo que quiere es salvar a los demás, aunque sea tirando de sus almas. El padre Karras ha podido escapar del barrio a través de los libros, estudió en los jesuitas, que le hicieron psiquiatra, y de esa tabla de salvación, del libro, de la Biblia, no se va a soltar en su vida. La guerra del exorcista es contra el mal, pero de esta manera lo es también contra toda la adversidad que ha conocido. El padre Karras es un hombre que cree más en su madre que en Dios, que a mitad del libro se le muere la madre y que acaba tirándose por unas escaleras sin que el lector sepa si verdaderamente Karras ha podido vencer a su enemigo.

El exorcista lo he leído este agosto tirando del aire acondicionado de los autobuses, mirando por los cristales traqueteantes los corros de peregrinos con sombrero y mochila y a los curas sentados en el césped de la Sagrada Familia. Cada capítulo de la novela era un agujero llamado Nevermore, que dijo Panero desde el hoyo de sus manicomios. Los chavales de las JMJ jugaban a seguir en fila india (como la lista de espera de un hospital) a la gente que pasaba por allí, a la manera de los mimos que imitan a los peatones despistados. Luego se fueron a Madrid y nos dejaron solos con el consejero Mena.

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