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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Quién será el enemigo

Javier Marías

Siempre ha habido un gran atractivo en la derrota de los poderosos y en la resistencia a la autoridad, sobre todo entre los jóvenes y los aduladores de jóvenes, sobre todo cuando la autoridad y los poderosos han sido manifiestamente opresores e injustos. Cuánto habríamos celebrado, durante el franquismo, que una parte de la población, o un grupo de vecinos, se hubieran opuesto a una detención arbitraria -lo eran un elevadísimo número de ellas- hasta el punto de impedirle a la policía llevarla a cabo. Nos habríamos sentido exultantes y poco menos que héroes, y, en efecto, la hazaña habría rozado la heroicidad, porque las consecuencias de semejante rebelión habrían sido graves para cuantos hubiéramos participado en ella. Sin duda nos habrían detenido con posterioridad, habríamos sido juzgados severamente y nos habrían caído penas de larga cárcel. Tras cumplirlas, es muy probable que hubiéramos sido objeto de represalias, hubiéramos tenido dificultades para encontrar trabajo; por supuesto habríamos quedado fichados y con antecedentes penales que nos habrían valido, entre otras cosas, la pérdida del pasaporte. En comisaría o en la antigua Dirección General de Seguridad nos habrían dado una tunda de palos o tal vez nos habrían torturado. Pero lo más seguro es que esos palos nos los hubiéramos llevado ya in situ, durante la revuelta o rebelión, si es que no algo peor. La policía de una dictadura -como los grises de entonces- no se suele andar con prudencia ni miramientos. Ante una especie de motín popular que obstaculice una detención, no vacila en cargar contra los amotinados -a caballo y con porras largas, tantas veces en las manifestaciones estudiantiles contra el franquismo-, y bastante poco en disparar. ¿Cuánta gente murió a lo largo de aquellos treinta y seis años porque un gris o un guardia civil "se vio obligado a efectuar tiros al aire", según la fórmula monótonamente repetida por la prensa esbirra de entonces, siempre con tan mala suerte que "en el aire" flotaban los supuestos delincuentes o "individuos subversivos"?

"No es tan bonito si se generaliza la noción de que la autoridad es el enemigo siempre"

Ese es el problema: que, precisamente porque se sabía que la autoridad era opresora e injusta, y a menudo despiadada -también lo eran las leyes-, nadie se atrevía a intentar frustrar una detención. Más bien se confiaba en no acabar igualmente en el furgón policial. Si uno se libraba, podía seguir haciendo algo en la clandestinidad. Lo que está sucediendo ahora tiene poco que ver. En un régimen democrático se presupone que la policía no actúa como la de una dictadura: que, lejos de perseguir a los ciudadanos, los protege; que no practica arrestos arbitrarios o injustificados y desde luego no se lleva a nadie por sus ideas o sus opiniones. Sin embargo, se está poniendo de moda ver a esa policía como "enemiga" en todas las ocasiones y como "opresora" en sí misma, cuando -de nuevo- se presupone que no lo es, sino que está sujeta a regulaciones democráticas -es decir, sancionadas por el conjunto de la sociedad- y además ha de responder de sus excesos, sus abusos o su posible desproporción: no son escasos los guardias que se han sentado en el banquillo y han acabado destituidos o en prisión. A diferencia de la dictatorial, la policía democrática no es impune y ha de rendir cuentas, como el resto de la ciudadanía, si comete un delito o un atropello.

La moda en cuestión ha llevado a que en varias oportunidades, en la región de Madrid -un par de veces en el barrio de Lavapiés, una en el de Carabanchel, otra en Getafe-, la policía haya sido acorralada, increpada, intimidada y ahuyentada por grupos de vecinos -quizá con el apoyo de algunas fracciones del llamado "Movimiento 15-M"- y haya debido retirarse y desistir de una detención. Una cosa es que se impida el desahucio de una pobre familia -las más de las veces injusto y cruel, por muy amparado que esté por la ley- y otra propiciar la libertad y fuga de un delincuente, como al parecer han logrado ya esos vecinos amotinados. Claro que, pese a las presuposiciones antes mencionadas, la policía democrática puede cometer injusticias, abusar y avasallar. Pero hay que partir de la idea de que se tratará de excepciones -porque si no estaríamos ante una policía propia de una dictadura- y de que, llegado el caso, pagará por ello. Resulta muy bonito -quién lo niega- impedir que se enchirone a un pobre inmigrante ilegal que sólo intenta buscarse la vida en medio de su desdicha. Pero no es tan bonito -si se generaliza la noción de que la autoridad es el enemigo siempre- que muchedumbres abertzales hagan imposible la detención de un etarra que haya cometido atentados; que quienes en Galicia o Andalucía se benefician directa o indirectamente de las mafias de la droga obstaculicen el arresto de un narco o un sicario con delitos de sangre; que los vecinos de un pueblo se opongan a que se lleven a "uno de los suyos" porque haya vapuleado a su mujer; que los militantes valencianos de tal partido se nieguen a que sean juzgados sus políticos corruptos a los que han votado masivamente; que los barrios madrileños se alcen contra la encarcelación de un delincuente o un asesino, sólo porque es la policía la que va contra ellos. No ha alarmado esta moda apenas, o incluso se la ha aplaudido acrítica y demagógicamente como si se tratara de escenificaciones de Fuenteovejuna. Contra una dictadura o una tiranía es así. Contra una democracia -por mucho que se la tilde de "sólo formal", y desde luego sea mejorable-, esa moda puede acabar conduciendo al reinado de la impunidad para los corruptos, criminales y asesinos, y a la desprotección absoluta de la sociedad.

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