Al borde del colapso
Más de un año después de que Grecia adoptara el primer plan de austeridad la situación económica y política en ese país está próxima al colapso. La confianza de los inversores se encuentra en mínimos: los tipos de interés con los que cotizan los títulos de deuda pública son muy superiores a los previos al rescate. Lo peor del panorama actual es la ausencia de esperanza: aun cuando el Parlamento respalde los nuevos ajustes presupuestarios estos no generarán esa confianza que debería facilitar la transición al crecimiento económico y del empleo. Lo ocurrido en estos 12 meses es suficientemente aleccionador. No solo para Grecia.
La extensión del contagio no se ha reducido precisamente. Otras economías consideradas periféricas, con bastante independencia del rigor con que aplicaron las recomendaciones de ajustes y reformas de mayo del año pasado, sufren las consecuencias no tanto de un endeudamiento público descontrolado, como de una muy deficiente gobernación de la eurozona. Nunca como en esta crisis las instituciones europeas y los Gobiernos nacionales habían estimulado tanto el euroescepticismo: la desafección comunitaria ha prendido en poblaciones hasta hace poco mayoritariamente europeístas.
Otras economías periféricas sufren una deficiente gobernación de la eurozona
Es verdad que la magnitud del problema, el endeudamiento público agregado de las economías consideradas periféricas, o incluso del conjunto de la eurozona, es relativamente reducida cuando se compara con los de economías como las de EE UU o Japón. Los inversores en bonos parecen temer más la ausencia de criterios y capacidad de gestión que la envergadura de las deudas o la propia tendencia de los déficits públicos.
Dos escenarios extremos se abren. La suspensión de pagos de Grecia, si el Parlamento rechaza el ajuste impuesto por la UE y el FMI como condición al desembolso del quinto tramo del programa de 100.000 millones de euros. El otro es la intervención de Grecia: el inicio de la transición a un mayor grado de integración política en el seno de la eurozona. Las consecuencias del primero serían catastróficas, no solo para Grecia. Sufrirían el conjunto de los sistemas bancarios de las economías que comparten moneda y la propia arquitectura institucional de la UE. Las consecuencias sobre el sistema financiero global de una desordenada suspensión de pagos no serían mucho menores a las que originó la quiebra del Lehman Brothers, en septiembre de 2008.
El respiro que han concedido los bancos franceses mediante la extensión de vencimientos de la deuda pública griega formaría parte del segundo escenario. Es solo una forma de ganar tiempo, es verdad. Pero eso es ahora lo que más falta hace: es de todo punto necesario para atenuar la pesada carga del servicio de la deuda en los dos próximos años y, poder retomar la cada día más complicada senda del crecimiento. El saneamiento de las finanzas públicas griegas es tan necesario como su estrecha supervisión por quienes aportan las ayudas, dada la tradición de escaso respeto a las reglas comunitarias que han exhibido los sucesivos Gobiernos griegos. Pero si en la situación límite actual poco deberían importar los prejuicios acerca de cesiones de soberanía o el sometimiento a protectorados fiscales, sería un error no menor asfixiar aquella economía con decisiones de austeridad excesivas o demasiado concentradas en el corto plazo, inhibidoras del crecimiento económico. Ni siquiera los mercados reconocerían en sus cotizaciones esos esfuerzos, y sí lo harían, sin embargo, con los desenlaces más desagradables en términos de estancamiento, desempleo y las tensiones sociales asociadas.
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