Mahler, el final de la privacidad
El elenco de personajes podría haber salido de un capítulo de una serie de televisión. El gran músico se está muriendo mientras su mujer objeto permanece al lado de su cama con una carta de su amante en las manos. Uno de los médicos fantasea con ella. Otro prepara la portada para la revista Time.
Viajan a París para consultar con un famoso doctor. Una multitud de periodistas espera a la puerta de su casa, frente al Bois de Boulogne. Dos veces al día, su médico sale para leer amablemente un comunicado. En Venecia, un novelista lee los periódicos y reconoce en el moribundo al antihéroe de su novela. En Viena, la élite cultural se aglomera alrededor de su lecho de muerte. Su mujer, ahora su viuda, no aparece por ningún lado. Suena el adagietto de la Quinta sinfonía de Mahler.
"Los periodistas llegaban hasta cada estación, ansiosos por conseguir el último parte médico", explicó Alma
Pidió que en su lápida figurara solo su nombre. "Los que me conocen saben quién fui", explicó el músico, "y los demás no necesitan saberlo"
Mahler era el músico de quien más se hablaba en Nueva York y Viena, a las que transformó culturalmente
La muerte de Gustav Mahler hace cien años, en los albores de los medios de comunicación, marcó el final de la vida privada de los personajes públicos y el inicio de un culto a la celebridad en el que el secreto médico dejaba de ser sagrado y la propia muerte se convertía en un trampolín para los que sobrevivían a la fama y en una suerte para los medios de comunicación.
En febrero de 1911, Mahler era el músico de quien más se hablaba en Nueva York y en Viena, dos ciudades cuya cultura se transformó gracias a él, hasta el punto de que los taxistas lo mostraban a sus pasajeros como una atracción excéntrica.
Mahler se sintió enfermo en Nueva York y, a pesar de las órdenes de su médico, dirigió un concierto de una nueva sinfonía italiana con una grave infección de garganta. Apenas consiguió llegar consciente a su hotel. El doctor Joseph Fränkel sospechó que padecía endocarditis, una enfermedad del corazón incurable en aquella época, y llamó a una autoridad mundial del cercano hospital Mount Sinai.
Emanuel Libman, un médico soltero de 38 años adicto al trabajo, trabajaba por entonces en una investigación sobre las causas de la endocarditis, si se producía por una infección bacteriana o más bien por un virus. Pronto, la enfermedad recibió el nombre de endocarditis de Libman-Sachs. Entre sus pacientes se encontraban nombres como Sarah Bernhardt, Thomas Mann o Albert Einstein. Se cuenta que durante una cena en la Casa Blanca, Libman miró por debajo de la mesa al presidente Warren Harding y advirtió a su vicepresidente Calvin Coolidge que le sucedería en dos meses. Un hombre con tal confianza en sí mismo que cuando vio el resultado del análisis de sangre de Mahler aseguró que no se podía hacer nada por su vida.
El paciente pidió que lo trasladaran a su casa en Viena. Libman sugirió hacer una escala en París para ver a André Chantemesse, un bacteriólogo de la escuela de Pasteur que podría detener la infección. Durante la consulta, su médico, el doctor Fränkel, trataba de conquistar en la habitación de al lado a Alma Mahler. Alma, por su parte, intentaba concertar una cita en París con su amante, el futuro arquitecto de la Bauhaus Walter Gropius. Al parecer, nadie mostraba el más mínimo interés en este melodrama.
La primera noticia que se tuvo de la enfermedad de Mahler fue por medio de una nota de prensa de la Orquesta Filarmónica anunciando su retirada debido a "una leve gripe". La prensa enseguida dejó de preocuparse.
Las redacciones de los periódicos vieneses, en cambio, se alborotaron cuando se enteraron de que Mahler había llegado a Francia. Los periodistas ocuparon la entrada de la clínica Chantemesse acosando a los médicos y enfermeras con preguntas sobre la salud del famoso paciente. El Neue Freie Presse consiguió del Umgebung de Mahler, las personas más cercanas al músico (presumiblemente Alma), los partes que los médicos entregaban a diario y los publicó dando detalles sobre la temperatura del paciente, las horas que dormía, lo que comía e incluso mencionó el nombre de una leche fermentada búlgara, Metschnikoff, una especie de yogur. Así pues, una marca y un personaje famoso se juntaron formando una gran coalición de mercadotecnia.
Otros periódicos animaron a sus lectores a participar en un juego preguntándoles: ¿quién ha asesinado a Mahler? Veintiséis personajes de la sociedad vienesa, encabezados por el barón Rotschild, escribieron un telegrama privado a Mahler que se filtró a la prensa. Los responsables de Chantemesse, preocupados por el prestigio de la clínica, dejaron caer insinuaciones sobre la recuperación del paciente que al final resultaron falsas. Cualquier palabra que se escuchaba a las puertas de la clínica era interpretada como un parte médico y rápida y abundantemente divulgada por columnistas bien remunerados.
El frenético comportamiento de la prensa en torno a la enfermedad de Mahler fue de una indecencia sin precedentes, probablemente como no se había vuelto a ver de nuevo en París hasta el día de la muerte de la princesa Diana el 31 de agosto de 1997, donde se repitieron muchas de las mismas escenas: partes médicos de la clínica, lucha desesperada por salvar una vida, búsqueda de una causa, nombres exóticos de marcas, acusaciones salvajes y autoexculpación de los medios de comunicación ante cualquier responsabilidad moral por fomentar la histeria pública.
Los informes sobre la situación de Mahler se leían en las mesas de toda Europa a la hora del desayuno. Thomas Mann, de vacaciones en una isla del Adriático, imprimió los rasgos del carácter de Mahler en Aschenbach, el protagonista de su novela Muerte en Venecia. El viaje en tren de Mahler a Viena estuvo vigilado como si el que se estaba muriendo fuera un rey y no un músico. "Los periodistas llegaban hasta la puerta del vagón en cada estación de Alemania y Austria, ansiosos por conseguir el último parte médico", explicó Alma. En Salzburgo se informó de que su situación "no había cambiado". En Viena, los redactores llamaban al hospital cada dos horas para actualizar su información. El Wiener Bilder publicó un dibujo obsceno de Mahler en su lecho de muerte.
El famoso dramaturgo Arthur Schnitzler, el gran castigador de la hipócrita sociedad vienesa, merodeaba por los alrededores del hospital buscando inspiración para sus obras. Allí coincidió con el ensayista Hermann Bahr y el compositor Alban Berg, que actuaban de forma similar. Mirones, cotillas, paparazzi y otros parásitos de índole cultural o intelectual se agolpaban a cientos cada día mientras Mahler se moría. Incluso la Orquesta Filarmónica de Viena, que despidió a Mahler de su dirección, envió un enorme ramo de flores a su habitación y otro aún más grande a su funeral.
Tras la muerte de Mahler el 18 de mayo de 1911, cualquiera tenía alguna cosa que contar a la prensa. El escritor satírico Karl Kraus escribió sobre un mozo de equipaje de la estación "(que) había visto a menudo a Gustav Mahler, cuando era director de la Ópera (...), limpiar apesadumbrado sus ojos con la manga azul mugrienta de su chaqueta".
La muerte de Mahler, más que cualquier otra muerte anterior a la era de los medios de comunicación, supuso un punto de inflexión en el juego de la fama, el momento en que el público quiso aprovechar su derecho a conocer todo sobre los héroes caídos y a expresar su opinión. Cien años después, sería peligroso atribuir a los defectos o cualidades de Mahler la falta de reticencias en torno a su muerte. Con la llegada de la telegrafía y el ansia de competencia de los grandes periódicos, la prensa se vio obligada a cambiar, ya que de otro modo se hubiera convertido en la primera víctima de esta nueva conducta obscena.
Sin embargo, hay algo que aprender de la conducta del Umgebung que presenció la muerte de Mahler, aunque solo sirva como un ejemplo del comportamiento humano, tal y como tiempo después también ocurrió con las muertes de Marilyn Monroe, Elvis Presley, la princesa Diana o Michael Jackson, que son obsesiva y continuamente explotadas tanto por la prensa escrita como en el cine y en Internet.
El concepto de fama ha cambiado con el tiempo. Se ha devaluado a través de los siglos. Antes se premiaba el éxito creativo, ahora triunfan los implantes de silicona. Un reciente ejemplo, la ópera de Mark-Antony Turnage sobre Anne Nicole Smith en la Royal Opera House de Londres, sugiere que el arte ha tomado otro rumbo, que la realidad ya no es un objetivo de consenso, sino un estado virtual y selectivo de la conciencia.
Mahler se anticipó a esa realidad expresando ironía en sus sinfonías. También comprendió la vacuidad de la fama. Cuando encargó su lápida, pidió que sobre ella solo figurara su nombre. "Los que me conocen saben quién fui", dijo Mahler, la primera víctima del delirio de la fama, "y los demás no necesitan saberlo".
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