Prejuicios de ida y vuelta
De su formidable inventario de anécdotas, José Comas narraba con satisfacción cómo un portavoz del entonces canciller, Helmut Kohl, le comunicó, allá por los ochenta del siglo pasado, las felicitaciones del jefe del Gobierno. Su mérito: haber dicho en la televisión pública alemana que llevaba "años intentando explicarles a los españoles que los alemanes trabajan muy poco, pero nadie se lo cree." Además de corresponsal de este periódico en Bonn y en Berlín durante muchos años, Comas fue un gran conocedor de Alemania. Nunca se cansó de lamentar la terquedad de ciertos prejuicios y lugares comunes. Sobre todo si los aludidos también se los creen.
Se conserva entre las frases idiomáticas del alemán actual una reliquia del Quinientos: das kommt mir spanisch vor, "esto me parece español". En alemán, "parece español" lo que no se entiende, pero sobre todo lo sospechoso. La frase hecha es un híbrido de "esto me suena a chino" con "aquí hay gato encerrado". El Duden fraseológico sitúa su origen en los viajes de Carlos V. También rey de España, usaba el enmarañado protocolo borgoñón de la corte española. Costumbres incomprensibles en las tierras que convirtió en el escenario de una interminable contienda entre los católicos liderados por España y los príncipes luteranos. Su espantoso clímax fue la Guerra de los 30 años, que arrasó Alemania por muchas décadas. Los Alatristes españoles dejaron un recuerdo nefasto entre los alemanes, que los pintaban de fanáticos católicos y de esbirros inquisitoriales. Es la mala prensa que cosecha cualquier potencia hegemónica -aunque sea decadente- en los países de su órbita. En la novela más importante del Seiscientos alemán, Simplizissimus (1668), el protagonista dice: "En aquel caballero, todo me parecía repugnante y casi hasta español".
Pero hace más de medio siglo que el imaginario alemán transfiguró el oscurantista y brutal país del Inquisidor General en un lugar para tostarse la piel al sol y beber cubos de presunta sangría. De la noche a la mañana, España se ha convertido para los alemanes en un país de gentes cordiales, alegres y festivaleras.
La canciller Angela Merkel dijo hace unas semanas que "no podemos compartir una misma moneda si unos tienen muchísimas vacaciones y otros muy pocas". Se dirigió retóricamente a los trabajadores españoles, portugueses y griegos para pedirles "más esfuerzo". Es lo que la Real Academia llama demagogia: halagar al votante con mentiras. Cabe preguntarse cuántos líderes de opinión españoles han caído en generalizaciones parecidas sobre Alemania durante esta crisis del pepino.
La diferencia entre ambas culturas democráticas se revela en que, en cuanto Angela Merkel pronunció aquel rosario de imprecisiones, en Alemania se le echaron al cuello. El respetado diario Süddeutsche Zeitung le acusó de irse de "excursión al populismo". El líder parlamentario socialdemócrata, Frank-Walter Steinmeier (SPD), criticó a la canciller con citas de EL PAÍS en la televisión.
El politólogo berlinés Hajo Funke cifra en "hasta un 40%" la tasa de alemanes que cultivan una "arrogancia nacionalista". Cuando se trata de España, sin embargo, estos prejuicios son a menudo positivos. No por ello menos falsos ni menos estomagantes.
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