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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Aprendiendo a llorar junto a los otros

Rosa Montero

Como el título de mi nueva novela, Lágrimas en la lluvia, está basado en el célebre parlamento final del replicante de Blade Runner (en la imagen, fotograma de la película), últimamente he pensado bastante en mi relación con la maravillosa película de Ridley Scott. La vi por primera vez en el festival de Cannes, cuando la estrenaron, hace treinta años. "Todos estos momentos desaparecerán en el tiempo como lágrimas en la lluvia", decía el androide, sentado en una sucia azotea y agonizante, mientras sobre él caía un diluvio. "Es hora de morir", añadía; y, en efecto, inclinaba la cabeza y fallecía, mientras que sus manos, al aflojarse, dejaban escapar una paloma.

Pues bien, recuerdo que a mí la escena me pareció horrorosa. "¡Qué cursi, qué blanda, y encima suelta una paloma blanca, pero, por favor, qué ñoñería!", repetí a todo el que me quiso escuchar. Desde entonces he debido de ver la película unas cuatro o cinco veces más, y en todas las ocasiones lloro a mares cada vez que llega esa secuencia. ¿Se me habrán reblandecido las neuronas? ¿Tenderá uno irremisiblemente a la ñoñería a medida que va cumpliendo años? Pues sí, me temo que la vejez te vuelve sentimental y lacrimoso. Pero también creo que de joven yo era demasiado dura. Porque la juventud tiene, en ocasiones, algo implacable, un asomo de aspereza impaciente, quizá cierta intolerancia a la hora de ponerse en el lugar del otro. O sea, se diría que los jóvenes son generosos e idealistas y muy capaces de inmolarse por los demás, pero, eso sí, siempre que los demás sean una idea y no un vecino. Y perdonen por la burda generalización y añadan todas las excepciones necesarias.

"La juventud tiene algo implacable, cierta intolerancia a la hora de ponerse en el lugar del otro"

He vuelto a pensar en todo esto mientras leía Pasando fatigas, un libro de Mark Twain que narra un desastroso viaje en diligencia al salvaje Oeste que realizó en 1861, cuando apenas tenía 26 años. La obra se publicó en 1872, pero probablemente se basó en las notas que tomó en el propio viaje. Y el caso es que, más allá de algunos destellos hilarantes y del interés documental, es un libro bastante flojo. Peor aún: es un libro terrible en cuanto a su espectacular ausencia de compasión por los seres vivos. Mark Twain, mi adorado Mark Twain, estupendo escritor, deliciosa persona, ardiente feminista, paladín de los derechos de los negros y de los indefensos (incluidas las criaturas irracionales: luchó enconadamente contra la vivisección), hombre progresista, dulce y amable, en fin, escribe aquí con angustiosa y superficial indiferencia las cosas más terribles.

Y así, aparte de no tener la menor conciencia del sufrimiento de los animales (los tirotean desde la diligencia para divertirse) y de soltar aquí y allá burdas bromas machistas, se permite decir cosas atroces sobre los indios. "La raza más miserable y degenerada que he conocido hasta el presente son los indios gosutos (...) son menudos, flacos y huesudos, como pudimos comprobar a lo largo del camino y en los que vimos ahorcados cerca de las postas; su cutis es negro mate como el del negro americano; su cara y manos están cubiertas por la suciedad acumulada durante meses, años, e incluso generaciones (...) es una raza callada, artera, de mirada traidora (...) son unos pordioseros sin dignidad (...) está eternamente hambriento y no rechaza lo que sólo un cerdo comería, aunque en ocasiones come hasta lo que un cerdo rechazaría (...) disputan la carroña a cuervos y a coyotes".

Es un texto que duele al leerlo. La desdeñosa naturalidad con la que habla de los indios ahorcados junto a las postas de la diligencia produce espanto. Le conmueven tan poco que ni siquiera se pregunta por qué les ejecutaron; sólo los menciona para decir lo feos que son. Las notas de Twain dejan intuir la tragedia de un pueblo que en esos momentos estaba siendo exterminado; de unos seres perseguidos, asesinados, arrojados de sus tierras, hambrientos, sí, tan hambrientos que le disputaban la carroña a los coyotes. No sé si quedarán descendientes de esos pobres gosutos, pero quisiera reivindicar aquí su memoria, su paso por la Tierra y su sufrimiento. Todo ese clamoroso dolor que un veinteañero Mark Twain fue incapaz de escuchar, aunque luego, de viejo, el escritor se pasara la vida luchando contra los prejuicios que mostró en su juventud. Y es que se diría que, en efecto, con el tiempo aprendemos. Que las penas que uno va atravesando en la vida te ayudan a comprender las penas de los demás. Que, después de todo, la vejez sí que puede traer cierta sabiduría. Reivindico la blandura de la senilidad si ello me enseña a llorar junto a los otros.

www.rosa-montero.com / www.facebook.com/escritorarosamontero

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