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CON GUANTES
Columna
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En compañía

En la infancia, puede uno permanecer solo largo rato, aprendiendo algo acerca de sí mismo. Con la edad, el ejercicio de la soledad resulta cada vez más doloroso, menos instructivo. Queda poco que aprender, nos hemos decepcionado lentamente, apenas podemos esperar ya sorpresas, lo que imaginábamos no ha sucedido, no somos quienes queríamos ser y no queda otra que aceptarlo. Para paliar esa náusea se buscan amigos.

La amistad en la vida adulta sustituye muy efectivamente al éxito o al deseo del mismo, la amistad entretiene y reconforta, somos aceptados por lo que hemos resultado ser y nuestros fracasos se olvidan por un instante en presencia de un amigo. Lo que nos quede por soñar también encuentra en la amistad un estímulo renovado que compensa con creces las energías perdidas en la soledad de nuestros primeros e infantiles empeños.

"La vida adulta se va llenando de amistades hasta hacerse soportable"

En esa primera mina a la que bajaba uno solo convencido de la presencia del oro se enterraron a tiempo el orgullo desmedido y la ansiedad, y al regresar, a tiempo y gracias al tiempo, a la superficie, descubrimos en los otros no solamente consuelo, sino razones más sólidas para el resto de la aventura.

De niños nos sirve el vaho en los cristales para escribir con el dedo cosas importantes, al crecer y perder todo interés por lo importante no podemos escribir con seriedad ya nada y limpiamos el vaho con la manga de la camisa para, sencillamente, mirar por la ventana.

"Sé que ese tiempo fue un tiempo sagrado", dice Peter Handke en su Ensayo sobre el cansancio, refiriéndose al momento de los niños, a un pasado que en sus propias palabras se glorifica. Cabría pensar que este ahora será también recordado en la vejez con el brillo de lo perdido, y sin embargo al hablar con ellos, con los viejos, tengo la sensación de que la hoja se dobla para volver siempre con entusiasmo a sus primeras líneas, ignorando el tiempo central y que al acercarse al final es el principio lo que brilla. El vaho en el cristal y la formidable seriedad de nuestro dedo al escribir en él lo importante, o al menos con desvergonzada importancia. El afán por descubrir y descubrirnos, el impulso natural de imaginarnos de maneras formidables, sin el rencor que inevitablemente produce el constatar la cifra real de lo que finalmente somos.

Mi abuela recordaba así sus patines de hielo, y poco o nada del resto de su vida. Y pasaba el pulgar una y otra vez por la cuchilla afilada de ese recuerdo. Supongo que esa dedicación primera por el descubrimiento de las cosas es lo que convierte un tiempo en sagrado, y que el cansancio posterior va robándole a cada cosa su alma hasta que la amistad se convierte en casi el único consuelo.

La vida adulta se va llenando de amistades hasta hacerse soportable, el tiempo entre amigos parece lo único sagrado y la soledad tan útil antaño parece de pronto inaceptable.

Si antes nos recluíamos lejos de los amigos para abordar tareas que nos parecían esenciales, ahora el cansancio nos devuelve a los amigos y no deseamos escamotearle nada a los momentos dedicados al disfrute de los otros, y por reflejo a lo mejor de nosotros.

Imagino que es por eso por lo que suponemos el cielo entre otras almas y sin más ocupación, ni más pasiones, que la mera compañía.

Ni siquiera el infierno resulta aterrador si se asegura uno compañía suficiente.

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