Mitos sin tumba
Hasta finales del siglo XIX existía un consenso general acerca de que la historia era el resultado de la actividad de un puñado de actores excepcionales. Historia general y biografía individual permanecían indisolublemente unidas a la hora de explicar la evolución de la sociedad. El personaje eminente, el líder ambicioso y extraordinario que se eleva sobre la masa, era el motor indiscutido del devenir histórico, el instrumento que Dios o el destino utilizaban en su inextricable diseño del futuro, a pesar de las voces escépticas que, como la de Montaigne, se alzaban de vez en cuando para recordar que, incluso en el trono más elevado, "todos nos sentamos sobre nuestro culo".
La convicción positivista y materialista de que la historia se desplegaba de acuerdo con un sentido y una dirección convirtió el devenir en algo determinado por leyes que era preciso desentrañar. Los marxistas intentaron matizar aquella idea de los "materialistas vulgares": los hombres son el producto de las circunstancias, pero las circunstancias cambian por la acción de los hombres. La discusión acerca del "papel del individuo en la historia", según el título del muy leído ensayo (1898) del socialdemócrata Georgui Plejánov, se instaló en la mayor parte de los debates de la izquierda durante un par de décadas. Para los socialistas revolucionarios era las masas las que transformaban el mundo, aunque no ignoraban el papel "organizador" o "catalizador" de los dirigentes que comprendían y señalaban la dirección de la historia. El triunfo de la revolución rusa y la glorificación de Lenin volvió a destacar el papel del individuo, pero fue el culto a la personalidad de Stalin el que rompió definitivamente el equilibrio. Un marxista tardío como Sidney Hook, todavía distinguía en El héroe en la historia (1943) entre el "hombre-acontecimiento" (cuyas acciones guían los acontecimientos que surgen de las circunstancias) y el "hombre que hace época" (cuyas acciones, consecuencia de su inteligencia y de su voluntad, crean las circunstancias).
El triunfo de la revolución rusa y la glorificación de Lenin volvió a destacar el papel del individuo
La muerte de Bin Laden, el último (por ahora) megavillano, vuelve a poner de manifiesto, de forma enormemente contradictoria, el enorme papel simbólico que nuestra época otorga a los grandes personajes. A juzgar por determinadas opiniones se diría que su eliminación física constituye una especie de frontera, un antes y un después, más que la resolución de cara a la opinión mundial de una deuda pendiente, de una revancha. Como ocurre siempre tras la muerte de los personajes excepcionales (sean héroes o villanos, santos o demonios), la gente tiende a recordar sobre todo la imagen que los administradores de su recuerdo (los de un lado u otro) han forjado, y que irá retocándose según las necesidades posteriores. Por eso resulta en cierto sentido inútil el intento de arrojar su cadáver al mar con intención de sustraerlo a un culto que sus partidarios encontrarán otros modos de tributarle (incluso vengando lo que consideran ignominia), y que tiene el efecto secundario de alentar las teorías conspirativas, siempre tan complicadas de diluir.
Bin Laden fue el producto de una sociedad, unas circunstancias y una época que interpretó a su manera y en la que dejó su mortífera huella, pero también fue, a su modo excepcional, una creación de quienes ahora lo han eliminado, y que le alentaron en sus comienzos, según el siempre problemático principio de que "los enemigos de mis enemigos son mis amigos". No es la primera vez que Estados Unidos juega a aprendiz de brujo (o a Pigmalión interesado) para luego enfrentarse a una criatura incontrolable, como le ocurrió a Frankenstein con la suya. Con frecuencia, a los grandes malvados no solo los fabrica la historia, sino quienes los necesitan. De ahí que, tras su muerte, su imagen experimente en el antagónico imaginario de amigos y enemigos un proceso de ficcionalización, como les ocurre a los mitos. Y eso también es peligroso.
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