Hasta odio mi 'rock and roll'
Los de mi generación teníamos una relación digamos que problemática con la medicina convencional. Nos atraían las terapias exóticas. Explorábamos la oferta menos visible de las farmacias. Aprendimos a automedicarnos: no podíamos fiarnos de los doctores de nuestro entorno, identificados con El Enemigo.
Nuestro único modelo positivo en esa profesión era el californiano Eugene Schoenfeld, que publicaba libros y una columna (Dr. Hip Ocrates) en la prensa underground, todo centrado en las dolencias propias de una vida alternativa, incluyendo los conflictos derivados del sexo o las sustancias psicoactivas.
Naturalmente, huíamos de los hospitales, bautizados con nombres de vírgenes y personajes de la Guerra Civil. Durante un intento de ser eximido de la mili, terminé en un sanatorio militar. Lo manejaban monjas imperiosas, que levantaban a los enfermos de sus camas para que rezaran el santo rosario en colectividad. Como todo lo referente al franquismo, detrás había un truco cutre: después de haberse asegurado tu sumisión, las hermanas te daban la opción de irte a casa... siempre que volvieras por la mañana, a la hora de la revisión médica; tu ausencia permitía un ahorro en manutención.
La música pop es más apta para animar noches de sábado que para encarar enfermedad y dolor
Con el tiempo, nos habituamos a patear hospitales. Sufrimos en ellos el eclipse de nuestros mayores. Acompañamos a amigos menos afortunados. Celebramos el buen final de embarazos complicados. En general, sin embargo, eran lugares a evitar: comprabas flores o cajas de bombones, como prendas para acortar el mal trago.
Hasta que llega la edad en que eres tú quién ingresa en la clínica. Imposible seguir toreando en solitario tus pequeños o grandes trastornos. Ya no se trata de un trabajillo de chapa y pintura: alguien debe hurgar en tu motor, cambiar piezas y reparar las averías.
Para cualquier espíritu epicúreo, el contraste es brutal. Tus fugaces visitas no te han preparado para el nuevo régimen: el amontonamiento de enfermos y familiares, los espacios y las vistas deprimentes, los ritmos internos de la institución...
Si ya eres un veterano, acudes pertrechado: libros, revistas, el portátil, música, incluso tapones por si tu compañero de habitación quiere encender la televisión. Pero te sirven de bien poco. Tus autores favoritos te resultan extraños. Las series que te habías reservado nada te dicen. Y la música suena hiriente en tus oídos, como si algún genio del mal hubiera cambiado la ecualización del universo.
La única canción que encaja es Yer blues, del doble blanco. Se trata de una parodia, Lennon burlándose de las impostaciones del blues blanco. Pero John parece expresar una emoción genuina cuando grita lo de "me siento tan suicida / hasta odio mi rock and roll".
En realidad, en la Casa del Dolor no hay margen para descubrimientos musicales. Aparece un buen doctor que me habla de sus pasiones sonoras, desde rarezas de psicodelia a delirios del rock experimental japonés. Los explica y parecen leyendas, imposibles caprichos de la otra gente, de la gente que está sana y no lo disfruta.
A veces, sirven los clásicos. En la primera estancia en el quirófano, un cirujano me permite elegir música. No paso de su primera oferta: "¿Van Morrison? Perfecto, perfecto: todo lo que tenga un pulso de jazz viene bien para trabajar". Según avanza la intervención, te permites alguna impertinencia: "muy bien pero esto no es un disco legal. Están mezclados temas de Morrison en Warner y Bang con grabaciones de su primer grupo, Them". Luego, las recomendaciones: "debería buscar los discos de Mose Allison, es como Morrison pero concentrado, dos minutos por pieza".
Así que casi mejor que, en el segundo pase por el teatro de operaciones, opten por la anestesia total. Cuando me despierto, estoy rodeado de camillas con cuerpos inmóviles, como en una morgue luminosa. Transcurren las horas y empiezo a quejarme: alguien me ha soplado que, si lo haces convincentemente, te ponen morfina. Otro mito más.
Babelia
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