La fe y el martillo
En su agresivo panfleto Contra todos los dioses (Ariel), el filósofo británico A. C. Grayling, vuelve a interrogarse acerca de la especial consideración de la que, en la mayoría de las sociedades, gozan los creyentes frente a los que no lo son. ¿Por qué -se pregunta- los ateos y agnósticos tienen que respetar los sentimientos de quienes creen en Dios -en el que sea- más de lo que estos respetan los de quienes sostienen que es pura invención irracional? ¿Cuáles deben ser los límites de la tolerancia hacia quienes, por el hecho de profesar una determinada fe, pretenden imponer a los demás sus creencias (o sus supersticiones) mediante abusivos privilegios o ventajas sociales o -en el peor de los casos- eliminando físicamente a "paganos", "herejes", "cruzados" y otros enemigos de sus dioses? Creer en la tolerancia, sostiene Grayling, no implica callarse ante lo que para una parte de los ciudadanos pueden resultar vestigios ideológicos primitivos o patrañas socialmente nocivas.
No debe chocar a nadie que los ateos reclamen el derecho a celebrar también sus procesiones
No es de extrañar que ese tipo de consideraciones, cada vez más extendidas en las sociedades desarrolladas (que son, por cierto, donde más ostensiblemente se han vaciado los templos), se expresen a menudo de forma provocadora, al menos para el gusto de los creyentes. La manifestación convocada por los ateos para hacerla coincidir con las celebraciones de la Semana Santa solo sería una anécdota redundante en una sociedad en que la religión se limitara al ámbito de lo estrictamente privado, y en la que todos se sintieran igualmente respetados por creer o no creer lo que les apeteciera (hay donde elegir: las estanterías de nuestro globalizado mercado espiritual rebosan de ofertas). Si no es así, no debe chocar a nadie que los ateos reclamen su derecho a celebrar también sus, digamos, procesiones, en las que sus propios costaleros podrían sostener, si así lo desearan, pasos consagrados a la Razón triunfante. Y tampoco debería extrañar que cada día haya más gente a la que escandalice el empeño de una religión determinada -o, quizás, de su jerarquía- en seguir manteniendo intolerables privilegios obtenidos cuando nadie podía ponerlos en cuestión sin grave riesgo, o de prolongar obscenamente su presión ideológica sobre la moral pública y las costumbres de la ciudadanía. El recurso a los sentimientos de la mayoría -y mucho menos a la tradición, que es algo que siempre tiene un comienzo- no debería silenciar los de quienes pueden sentirse ofendidos por la omnipresencia de las manifestaciones religiosas.
A los enemigos de la libertad siempre les han sobrado excusas para atentar contra ella. Ahí tienen, por ejemplo, la nueva e intolerable agresión de que ha sido objeto Immersion (1987) la ya célebre obra del fotógrafo Andrés Serrano, en la que se presenta a Cristo crucificado sumergido en orina del artista. Dos energúmenos entraron el Domingo de Ramos en la galería de la ciudad francesa de Aviñón en la que se exhibía y la emprendieron a martillazos con la obra. Sí, la foto es provocadora y deliberadamente chocante. Claro que, para algunos críticos, es también una obra religiosa a su manera: comparable a ciertas esculturas particularmente naturalistas de la imaginería barroca o a los expresionistas y maltrechos Cristos de Matthias Grünewald. No es casual que el atentado haya tenido lugar en Francia, precisamente cuando en ese país (modelo de laicismo y libertad) se alzan de nuevo voces populistas -empezando por la de Sarkozy- que propugnan una "recristianización" nacional. Como tampoco es casual que el obispo de Aviñón -que luego ha condenado con matices el bárbaro atentado- hubiera clamado indignada y públicamente contra la obra, calificándola de "basura" y exigiendo que fuera retirada. En un sistema de libertades se hace necesario elevar el umbral de la indignación. De otro modo, un día se agita la fe ultrajada y al siguiente alguien se acuerda del martillo. Que disfruten de la semana (santa o no).
Babelia
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