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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Ayer conocí a un hombre

Conforme los tiempos van poniéndose difíciles, voy conociendo, en los comercios que frecuento, a mujeres que se convierten en amigas y que, a su vez y cada una a su manera, son mágicas: Rosa, Alicia y Silvia, María. Son hadas que no renuncian a la belleza ni a la comprensión ni a la charla ni a la calidez, ni siquiera en momentos de crisis e histeria. Ayer mismo estaba donde María Ponsá, en la acera, eligiendo flores resistentes para esta temporada, mirando precios. Atravesó nuestro grupo una de esas histéricas urbanas que se abren paso a codazos por la vida y cuya ira procede de que llegan tarde para pasar la hora del almuerzo hablando por teléfono. "Qué mal rollo", dijimos todos (pues había también un caballero; y un perro, Perru). "Qué mala leche", más concretamente, dije yo.

Ante nosotros se hallaba un hombre de los de toda la vida. Feliz con su oficio

Pero hoy quiero contarles que ayer conocí a un hombre bueno. Como tengo los dos sofás perdidos de roces de Tonino y algo marchitos por los años -trece ya, los pobres-, decidí retapizarlos y busqué a alguien que no fuera caro. Una vecina me proporcionó un nombre y un teléfono.

La llamada resultó estupenda. Se puso una mujer de voz joven y enérgica; se escuchaba el parloteo de un niño como fondo. Me gusta sentir la vida -sin duda porque me hago vieja- en sus encarnaciones nuevas, como me gusta observar los brotes verdes, y ver florecer en las esquinas del Eixample los árboles de Judea, tan ajenos a la que está armada en el lugar que les da nombre. Del mismo modo, los niños parlanchines y las madres atareadas me comunican que el mundo sigue. "Un momento", dijo la mujer, cuando le notifiqué el motivo de mi irrupción en sus tareas. Y, dirigiéndose a la criatura -cuyo sexo no pude distinguir por la voz; pero deseé que fuera niña-, añadió: "Muy bien, vale, ¿qué te parece si vamos a avisar al yayo?". Luego se puso un señor amable y enérgico, de acento levemente andaluz, y quedamos para esa misma mañana.

Hacía años que no escuchaba la palabra yayo. Y, desde luego, la última vez que la oí no fue en relación con un trabajo manual ni con una profesión. Más bien es posible que se hablara de un yayo o de una yaya -en catalán, iaio y iaia- en referencia a la necesidad de internar al mencionado en una residencia de ancianos, o a causa de una enfermedad o de un deceso.

Y en estas apareció el señor. Abrí la puerta, Tonino le hizo fiestas como si le conociera de toda la vida. Y es que, ante nosotros, se hallaba un hombre de los de toda la vida. Sesentón, delgado, elegante, fuerte y, cielo santo, sabiendo lo que se hacía. Feliz con su oficio. Lo entendió todo, empezando por la historia de cada uno de mis sofás. Con una ojeada tuvo bastante para ver que tengo amigos que se hunden y se quedan con las piernas un poco en alto, y otros que se sientan al borde y resbalan. Observó las huellas de mi perro en uno de los sofás -le encanta rascarse el lomo, pero solo en ese- y propuso pegarle, con licra, una especie de zócalo, para lavarlo cuando lo necesite.

Me enseñó el muestrario, que estaba ordenado sin pijadas ni gilipolleces. Un muestrario serio, útil y competente como él. En vistas de que el hombre era, amén de serio y amable, muy apañado, le pedí un par de favores más que no entraban exactamente dentro de su ramo, sino en el de la carpintería, y no dudó en acceder. Trabaja bien de precio y, además, rápido.

Cuando se marchó, Tonino y yo sentimos que había dejado un hueco que solo a él pertenece. Así es como se forja la historia de las casas. Con la gente que entra y sale. Hay personas que han pasado meses viniendo aquí y que solo dejaron algún mal olor detrás; personas cuya huella rápidamente desapareció, a fuerza de ventilación e higiene.

Pero este hombre ya vive aquí, en cierto modo. Su trabajo vivirá aquí. Ahora que lo pienso, olvidé preguntarle por el sexo de la criatura. Tiempo habrá.

www.marujatorres.com

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