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Reportaje:OPINIÓN

Libia y la diplomacia de salón

Apenas un mes después del comienzo de la intervención, los diplomáticos occidentales comienzan a cuestionarse tanto los objetivos de la operación como la firmeza y 'profesionalidad' de los insurgentes

Pues sí. Hace apenas un mes que comenzó esta guerra y los Norpois [personaje de Proust: es un diplomático que intenta hablar sin decir nada para no comprometerse], los "muniqueses" (referencia a los acuerdos de Múnich de 1938 por los que Alemania se apropia de los Sudetes), nuestros diplomáticos de salón, pese a su santa pachorra, ya empiezan a levantar la cabeza para, una vez pasado el primer momento de estupor, entonar su cantinela preferida: "¿Qué hacemos en este lío?".

En primer lugar, los objetivos de la guerra. Sus "verdaderos" objetivos y si los aliados tienen o no una "agenda secreta" y su verdadero fin será o no el petróleo. ¡Qué imbéciles! ¡A base de escudriñar la cara oculta de las cosas, los muy bobos terminan por no ver lo que tienen delante de las narices! A saber, que si de petróleo se tratara, había un medio mucho más sencillo para asegurarse el control del crudo libio y era dejar las cosas como estaban, no cambiar nada y, como venía ocurriendo desde hacía décadas, seguir tratando con Gadafi. Sarkozy será capaz de todo el cinismo que uno quiera, pero ¿por qué no tener la honestidad elemental de reconocer su parte de sinceridad en este asunto?

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A continuación, la duración de la guerra. Y su tendencia a encallar en las arenas del desierto libio, cuando todos la imaginaban breve y alegre. También grotesca. El súmmum de la mala fe. Pues -aparte de que estas cuatro semanas no son los 10 años de la guerra de Afganistán, ni las 10 semanas de la de Kosovo- hay una razón, y una sola, que justifica el hecho de que las operaciones se prolonguen más allá del rescate, exitoso, de Bengasi. Esta razón es la estrategia de Gadafi, que se ha atrincherado en las ciudades que controla y ha convertido a sus habitantes en escudos humanos. A partir de ahí hay dos estrategias posibles: o bien dar palos de ciego, y entonces, sí, las cosas irán más deprisa (que a nadie le extrañe ver al verdugo de Chechenia, Vladímir Putin, en primera fila de quienes consideran que el tiempo pasa despacio); o bien preocuparse por los civiles sin perder de vista que, según el mandato de la comunidad internacional, es a ellos a quienes hay que proteger y que eso llevará el tiempo que sea necesario (para negarlo hace falta ser un adicto a las soluciones rápidas, estar ebrio de inmediatez o, lo que es peor, ser un irresponsable).

El amateurismo de los insurgentes. Y su manía de "salir corriendo como conejos" cuando los bombardean a 10 kilómetros y solo tienen RPG7, cuyo alcance no supera los 200 metros, para enfrentarse a los cañones y a los tanques. Estábamos dispuestos a volar en su ayuda. Perdón: a volar en pos de la victoria. Pero de ahí a salvarlos, tal vez a armarlos, de ahí a conceder a estos profesores, ingenieros, taxistas y humildes comerciantes el tiempo necesario para formar un ejército, hay un paso que nuestros estrategas de café se niegan a dar. ¡Malditos pobres! ¡Tuercebotas! ¡Holgazanes! ¿Para esto peleamos? ¿Por este pueblo de desarrapados que, por ahora, no tiene más armas que su entusiasmo y su valentía? Un poco más y alguien echará en falta la profesionalidad, el oficio y el "espíritu de resistencia" (lo he oído decir) de los mercenarios de Gadafi.

Cuarta objeción. El Consejo Nacional de Transición. ¿Qué sabemos, después de todo, de ese Consejo de contornos nebulosos? Y Francia, ¿no se ha precipitado al reconocerlo? Hace falta valor para burlarse así del personal. Hay algo profundamente perverso en esta manera de describir no sé qué poder oculto -un Angkor como en Camboya, la caja negra de una Libia menos libre de lo que pretende-, en esta forma de sembrar la duda y de insinuar lo peor. Los miembros del Consejo son conocidos. Sus biografías son transparentes. O son tránsfugas cuya cabeza ha sido puesta a precio por Trípoli y cuyo itinerario político es de dominio público, o son caras nuevas que hablan abiertamente. Pero es cierto que para desvelar este pretendido misterio hay que tomarse la molestia de ir hasta Bengasi...

Y luego, Al Qaeda... ¡Ah! ¡Al Qaeda! Con el pretexto de que entre los yihadistas extranjeros que antaño fueron a luchar a Irak había una pequeña mayoría libia, deducen que en el seno de la Libia libre de hoy hay una mayoría de yihadistas. Este sofisma no es solo perverso, sino también abyecto. Y es la misma abyección, dicho sea entre paréntesis, que hace 15 años, en Sarajevo, infería de la presencia de un puñado de iraníes en el 7º Cuerpo del Ejército bosnio el probable nacimiento de un Estado fundamentalista en el corazón de Europa y, por tanto, la necesidad de dejar morir a toda Bosnia. La verdad en este caso es sencilla. Es posible que haya algunos yihadistas infiltrados en Derna o en Bengasi. El hecho de que este tipo de agentes durmientes aprovechen el desorden de la guerra para reforzar sus posiciones probablemente sea la norma. Pero el que tengan un papel significativo en las filas de los insurgentes es una mentira que por ahora solo respaldan los confusos testimonios de un gadafismo corto de argumentos y con el agua al cuello.

Añadiré que la mejor manera de condenar al caos a Libia sería abandonar en el fragor de la batalla a aquellos a quienes hemos alentado y, en el último minuto, ceder ante los cantos de sirenas que quieren convencernos de que salvemos lo que se pueda salvar del régimen de Gadafi. El coronel libio no solo masacra civiles y es enemigo acérrimo de Occidente, de los valores democráticos y de este renacimiento árabe y, mañana, africano, sino que es uno de los campeones mundiales del terrorismo. Hoy más que nunca, este hombre tiene que irse.

Traducción de José Luis Sánchez-Silva

Grupo de rebeldes observan el fuego de artillería de las fuerzas leales a Gadafi, cerca de Brega, en el este de Libia, el 6 de abril de 2011.
Grupo de rebeldes observan el fuego de artillería de las fuerzas leales a Gadafi, cerca de Brega, en el este de Libia, el 6 de abril de 2011.YOUSSEF BOUDIAL/REUTERS

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