El Magreb celebra la resolución
En la noche del 17 de marzo estábamos todos ante las pantallas de nuestros televisores, tan repletos de esperanza y tan asustados. Aguardábamos que a las once de la noche (hora local en Argel) el Consejo de Seguridad de la ONU votase la resolución 1973 propuesta por Francia e Inglaterra. Estábamos tensos e impacientes como si toda nuestra vida dependiese de ese voto. A lo largo de la tarde y al principio de la noche fuimos zarandeados por los analistas de diversas cadenas de televisión. Decían que China y Rusia vetarían la resolución, que se alcanzaría un acuerdo in extremis sobre su abstención en lugar de su adhesión. Decían muchas cosas que no incitaban al optimismo. Comprendíamos que los comentaristas eran prudentes para no pillarse los dedos si, al final, no prosperaba. Mientras tanto Gadafi continuaba su matanza y avanzaba a grandes zancadas.
Cuando nos llegó la noticia, cuando la resolución fue adoptada, nuestra alegría se desbordó. Gritamos, cantamos, bailamos como se celebra la victoria de un equipo de fútbol. Y después la comentamos hasta la madrugada. En momentos como ese volvíamos a confiar en esa "cosa" que con frecuencia nos decepcionó: la comunidad internacional y, más concretamente, Occidente. Tuvimos un arrebato de simpatía hacia esa Francia a la que habíamos odiado como nunca durante la revuelta tunecina; hacia Inglaterra hasta ahora acostumbrada a ser egoísta; hacia la América de Obama que nos parecía que perdía fuelle.
Experimentamos, en cambio, un odio sin límites hacia una Alemania que ya solo piensa en sí misma, que se ha vuelto sorda y ciega ante los argumentos de sus vecinos europeos; hacia Rusia y China, eternos auxiliadores de las dictaduras; hacia Brasil e India, dispuestos a sacrificarlo todo en el altar del sagrado crecimiento económico. Instamos a nuestros amigos árabes a no olvidarlo y que, cuando sean libres, les borren definitivamente de sus programas de reconstrucción.
Nuestro deseo más inmediato es que la coalición formada en torno a la resolución 1973 se ponga manos a la obra sin dilación [ayer Francia inició las operaciones] y administre unos buenos azotes a esos dictadores sanguinarios que son Gadafi y sus hijos. Hay que aplicarla formalmente, protegiendo a los libios, pero también en su espíritu no plasmado por escrito: destruir a Gadafi. Esta segunda parte es clave para evitar que aquello que ha sucedido en Libia se reproduzca en otros lugares como Yemen y Bahréin y, acaso el día en mañana, en Siria, Argelia, Arabia Saudí y Sudán.
No creo que una intervención de la OTAN hubiese sido una buena idea. La actuación debe recaer sobre una coalición que incluya a los árabes. Los países árabes deben colaborar, en la actual etapa, con Estados y Gobiernos democráticos y no con una institución opaca y burocrática que no ha sido demasiado eficaz. Sería la mejor manera de dar la vuelta a las opiniones públicas árabes. El problema que se plantea en los países árabes, en Libia, no es solo militar. Posee dimensiones políticas y humanas que requieren la intervención de políticos y no de altos funcionarios por muy competentes que sean.
Bualem Sansal es escritor argelino.
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