Egipto marca la senda
El más influyente país árabe se aleja aceleradamente de la dictadura de Mubarak
Quienes creyeron que las triunfantes rebeliones populares de Túnez y Egipto anunciaban un rápido y generalizado camino hacia la dignidad en los países árabes, o que harían caer sin sangre la plétora de regímenes tiránicos de la región, tienen en Libia, progresivamente sumida en la guerra civil, el ejemplo más lacerante del parto de la libertad. Ni la eventual caída de Gadafi ni las consumadas de Hosni Mubarak o Ben Ali constituyen en sí mismas vías expeditas a la democracia o el bienestar, en países donde el despotismo absoluto ha cristalizado durante décadas.
En el mejor de los casos, poner los cimientos de la democracia y el imperio de la ley en sociedades oprimidas feudalmente por generaciones será una tarea tan ardua como dilatada, con inevitables pasos atrás. Lo dicho sirve obviamente para Egipto, referente árabe por antonomasia, donde la revuelta ciudadana tutelada por los militares marca aceleradamente jalones alentadores. Y para Túnez, cuya crisis, sin embargo, no ha sido allanada por la dimisión, forzada por las protestas, del jefe del Gobierno, Ganuchi -criatura del presidente huido-, y de otra media docena de ministros, incluidos opositores. Beji Caid, su sustituto, un avanzado octogenario que ha legalizado al principal partido islamista y debe conducir al más desarrollado país norteafricano a elecciones presidenciales y legislativas, no satisface las ansias democráticas de muchos tunecinos, que exigen la disolución del Parlamento de la dictadura y la redacción inmediata de otra Constitución.
En Egipto, los generales sintonizan de momento con la calle y los partidos opositores, pese a la inevitable desconfianza que suscita entre los perseguidos el amparo de quienes hace semanas daban el visto bueno a la represión. Los militares egipcios, al hilo del sentimiento popular, han destituido al primer ministro Ahmed Sahafiq, designado por Mubarak, y nombrado a Essam Sharaf, mejor visto y que se presentó el viernes en el templo civil cairota de Tahrir para reclamar del pueblo su legitimidad. Permiten también el procesamiento del odiado exministro del Interior y de otros altos funcionarios corruptos, e incluso que la fiscalía ponga sus ojos en el propio presidente derrocado y su familia.
Los pasos que se dan en El Cairo eran tan impensables hace unos meses como lo son hoy para la partida de rufianes árabes que todavía aspira al poder vitalicio. Los egipcios están llamados en dos semanas a pronunciarse en referéndum sobre una reforma constitucional que impedirá a sus presidentes ejercer más de dos mandatos de cuatro años. Seguirán elecciones parlamentarias y presidenciales, en un proceso que debe concluir en agosto. Un calendario político demasiado apresurado para un país sojuzgado, donde los partidos han estado silenciados en la práctica más de 30 años. Si Egipto está llamado a ser espejo para millones de árabes, la democracia que nazca debe hacerlo con una legitimidad inobjetable.
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