¿Y si Egipto interviniese en Libia?
Mientras hace solo unas semanas tanto Egipto como Túnez habrían acudido sin duda en ayuda de Gadafi, hoy no es descabellado pensar que ambos países puedan solidarizarse activamente con el pueblo libio
Inaceptable", rugió Barack Obama.
"Inaceptable", rugió Nicolas Sarkozy.
Pero, en medio de esa tormenta verbal, un rayo de fuego continuaba abatiéndose sobre el aterrorizado pueblo libio.
Y, bien porque los compromisos pasados nos paralizan, o porque, como siempre, tememos dar pie a las sempiternas acusaciones de arrogancia e injerencia, o tal vez porque se esté cumpliendo, una vez más, lo que antaño llamé "teorema de Léon Blum" y supone que, paradójicamente, las democracias, por fuertes y bienintencionadas que sean, se ven impotentes ante la extrema barbarie, el caso es que las grandes potencias no se movilizan; se limitan a imponer sanciones que, aunque tengan cierto valor simbólico, no intimidan a alguien como Gadafi, que ya no tiene nada que perder. Y aquí estamos de nuevo, ante la matanza anunciada, en la misma situación que prevaleció en 1953, en Berlín; en 1956, en Hungría; en 1992, en Sarajevo; en 2006 y 2007, en Darfur: "Por supuesto, no haremos nada"...
¿Estamos condenados a esperar, cruzados de brazos, a que el carnicero de Trípoli ahogue a su pueblo en sangre?
Libia no puede esperar nada de la ONU, ni demasiado de la UE, pero puede esperarlo todo del nuevo mundo árabe
¿Quiere esto decir que la tragedia libia no puede sino llegar, también ella, hasta las últimas consecuencias de su lógica funesta?
¿Estamos condenados a esperar, cruzados de brazos, a que el carnicero de Trípoli -el mismo que, según nos informaba hace poco el señor Ollier, ministro francés de Relaciones con el Parlamento, había dado la espalda al terrorismo y pasaba sus veladas leyendo aplicadamente a Montesquieu- ahogue a su pueblo en los ríos de sangre que le ha prometido?
Nada menos seguro.
Primero porque, a la hora en que escribo, en este 28 de febrero, nada nos dice que ese admirable pueblo, dueño de una determinación y una dignidad ejemplares, no acabe, por sí solo y en un breve plazo de tiempo, con un tirano que ya ha demostrado estar loco de atar y ser un miserable, grotesco y monstruoso, cuya única fuerza radicaba en la debilidad consentida de sus súbditos.
Y también porque el mundo ha cambiado radicalmente al menos en un punto, que no es otro que las revoluciones que ya han triunfado, o están empezando a triunfar, en otras naciones del mundo árabe; naciones que resultan ser y, evidentemente, no por casualidad, los dos países limítrofes de esta Libia mártir e insurgente.
Hace solo unas semanas, Mubarak y Ben Alí habrían rezado para que el "Guía" enderezase la situación y saliese victorioso.
Hace solo unas semanas, la santa alianza de los dictadores habría entrado en acción y, entre las tranquilizantes resoluciones de la Liga Árabe y las atronadoras denuncias del siempre indulgente "imperialismo norteamericano", habría ayudado discretamente a su colega, Gadafi, a meter en cintura a su pueblo indócil.
Hoy, las tornas han cambiado y no resulta descabellado imaginar que la reacción de Túnez y, sobre todo, de Egipto sea precisamente la contraria y que ambos países deseen la victoria de los insurgentes, ayuden a la parte liberada del país vecino a dotarse de embriones de estructuras políticas -de no ser así, antes o después volverá a caer en la servidumbre-, o incluso den muestras de una solidaridad activa ayudando al pueblo libio, que ya ha hecho tanto y lo ha pagado tan caro, a deshacerse de ese criminal de lesa humanidad que reina en Trípoli desde hace cuarenta años.
El Ejército egipcio, que sigue siendo la piedra angular del régimen, es el más poderoso de Oriente Próximo.
Y está sobreequipado gracias a las remesas de ayuda llegadas durante décadas desde la extinta Unión Soviética y, luego, desde Estados Unidos.
En su día, y en nombre de un panarabismo que no tenía nada de democrático, no dudó en exportar a punta de bayoneta los principios del nasserismo a Yemen.
Sin duda bastaría con que enseñara los dientes para que la soldadesca fiel a Gadafi, su último puñado de asesinos y mercenarios, se dispersara sin ni siquiera reclamar su paga, no dejándole otra elección que el último búnker o La Haya.
Eso iría en interés de los propios egipcios y tunecinos, que no ganan nada dejando que el caos se instale en sus fronteras y amenace con desestabilizar sus frágiles e inciertas repúblicas.
Entraría en la lógica de las cosas que, como "esa gran Revolución Francesa", el precedente que se mencionaba sin cesar durante mi estancia en El Cairo, los levantamientos produjesen sus "soldados del año II" y compartiesen con otros unos valores recientemente conquistados.
Ese gesto de solidaridad activa, esa imagen de un ejército árabe corriendo, bajo la presión de su propio pueblo, en socorro de un pueblo hermano e impulsando, por tanto, un poco más lejos el saludable viento de la libertad, constituiría, entre otras cosas, un avance significativo de la conciencia del mundo, pues sería la primera vez que el tan cacareado "derecho de injerencia" democrático sería ejercido por un pueblo no europeo y alcanzaría así el universalismo que le es propio y para el que está predestinado.
Por último, y sobre todo, pondría fin a la pesadilla que están viviendo los cientos de miles de mujeres y hombres que, en buena parte de Libia, viven agazapados en sus sótanos, pues saben que los perros de la guerra están fuera e imponen su ley, ya que les ha sido concedido el derecho a exterminarlos si fuera necesario.
En Trípoli, no pueden esperar nada de la ONU. Tampoco demasiado de Europa o Estados Unidos. Pero pueden esperarlo todo del nuevo mundo árabe que está naciendo ante nuestros ojos y para el que la liberación de Libia sería una victoria resplandeciente.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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