El Prado desde la Perspectiva Nevski
La pinacoteca instala en el Ermitage de San Petersburgo la exposición más importante celebrada nunca fuera de sus salas - En noviembre el viaje se celebrará a la inversa
Un cierto aire de boda real impregnó ayer la inauguración en San Petersburgo de la histórica muestra El Prado en el Ermitage. Después de todo, dos monarquías de coleccionistas de arte, la de los Austrias y la de los zares, aportaban al fin y tras siglos de imperios en auge y en declive, de tiranías y de revoluciones, sus mejores ajuares. Quedaba así inaugurado el "año dual" España-Rusia con la más ambiciosa exportación de fondos de la historia de la pinacoteca española (salvando, claro, la desgraciada evacuación de la Guerra Civil): 66 obras maestras de 400 años de pintura occidental (del siglo XV al XIX), que incluyen goyas, velázquez, zurbaranes, dureros, tizianos y grecos.
El Ermitage, gran museo ruso y uno de los más importantes del mundo, prestó para el enlace su extraordinaria casa en la mejor Perspectiva (Nevski, por supuesto) posible; el río amaneció tarde, engalanado, sepultado por el hielo y bañado por un sol blanco del norte que daba al palacio de Invierno un barniz rosa tiépolo (tonalidad presente en la exposición en la delicadísima tela Abraham y los tres ángeles del maestro italiano del ottocento).
El Prado trae a la antigua Leningrado 66 obras; el Ermitage llevará a Madrid 170
Goya, Velázquez, El Greco y Tiziano son algunos de los artistas presentes
La muestra aguardaba tras los inevitables discursos de congratulación del Rey y del presidente de la Federación Rusa, Dmitri Medvédev, pronunciados con el preludio de los valses de una banda militar en el salón del trono. Frente a la bicéfala águila imperial, se agolpaba con el desorden de un banquete nupcial un auditorio formado por ministras (Trinidad Jiménez y Ángeles González-Sinde), diplomáticos, miembros de la colonia ibérica en San Petersburgo (también Nacho Duato, que se estrena en dos semanas como director artístico del teatro Mijáilovski) o empresarios españoles: 18 de los más destacados emplearon la mañana en cerrar tratos bilaterales y en repetir la palabra "modernización".
Mijail Piotrovski, digno sucesor como zar del Ermitage desde hace casi 30 años de su padre y por ende de Catalina la Grande, fundadora en 1764 de la institución, condujo después a la comitiva por sus dominios, las dos mil habitaciones del museo, un gran teatro del mundo ayer vacío, por el que se podía pasear sin molestia en un continuo rapto artístico. El emperador Carlos V con un perro, lienzo de Tiziano, envolvía en un reconfortante manto de familiaridad a los reincidentes en las salas del Prado al principio de la muestra, desplegada en la majestuosa sala Nikolaievski. Su comisario, Gabriele Finaldi, lograba así con un solo golpe de vista uno de sus principales objetivos: "Crear un museo dentro de otro".
El Prado imaginado por el director adjunto de la pinacoteca española, lejos de perderse, reluce en el océano de las tres millones de piezas de las colecciones imperiales, de cuyo poderío se enviará en otoño a Madrid una muestra con 170 obras: "Desde el tesoro escita que empezó a coleccionar Pedro el Grande a las vanguardias, pasando por un velázquez sevillano, algo de lo que carecemos", explicó el director del Prado, Miguel Zugaza.
Es un acierto de Finaldi poner de relieve las similitudes entre los dos museos continentales más alejados: el fervor coleccionista de ambas dinastías (entre los reyes españoles destaca Felipe IV, alumno de pintura de Alonso Cano; entre los zares, Catalina); el gusto por el retrato, el bodegón o la pintura mitológica. Como guiños a la hinchada del Ermitage cuentan la inclusión de La adoración de los pastores, de Juan Bautista Maíno (que mantiene relación con otra obra del autor propiedad del museo ruso). También, la del retrato que del embajador Potemkin realizó en Madrid Carreño de Miranda en 1681.
Más allá de los casos concretos, el conjunto forma un todo lógico. Las colecciones imperiales, construidas en torno a los 225 lienzos de pintores flamencos y holandeses comprados para decorar el palacio de Invierno, siempre prestaron especial atención a la pintura española. En algún lugar del complejo de cinco edificios -que retrató en hipnótico plano secuencia Aleksandr Sokurov en el documental El arca rusa (2002)- está la colección más importante del género que se conserva fuera de España. Finaldi recordó el viaje que trajo aquí a las majas de Goya, así como el trabajo de Ludmila Kagané, una viejecita, presente ayer, que comisarió en los ochenta una expedición al Prado de obras del Ermitage.
Sin la ayuda de un experto en leer los labios, resultaba casi imposible dilucidar si estas consideraciones animaron durante el paseo entre los cuadros la charla entre el Rey, doña Sofía, Medvédev y su mujer Smetlana; los fornidos guardaespaldas rusos impidieron cualquier acercamiento. En el fugaz recorrido, que interrumpió una cita de última hora entre don Juan Carlos y Putin antes de que el monarca volara a Kuwait, hubo paradas, eso sí, ante el Greco, Velázquez y Fernando VII con manto real, el retrato de Goya que cierra la exposición en un perfecto círculo monárquico. Acaso no sorprenda que el grupo pareciese especialmente interesado en la representación pictórica del poder.
Tras la espantada de las autoridades, tomaron la palabra los expertos (Piotrovski, Finaldi y Zugaza) en el teatro del Ermitage. La representación del águila bicéfala sobrevoló de nuevo las cabezas de los asistentes. Y las salas (y sus celadores, viejísimos y en perpetuo duermevela) recuperaron poco a poco la tranquilidad, tras el bodorrio artístico, regado con embriagador protocolo e intenso como una buena novela rusa.
Babelia
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