No es para blandengues
Hace unas semanas, el escritor canadiense Douglas Coupland (en la fotografía) presentó su última novela, una historia de ciencia ficción titulada Generación A. Este Coupland es el mismo que alcanzó fama mundial al publicar, hace dos décadas, su celebérrimo libro Generación X, que etiquetó a los veinteañeros de entonces y retrató un mundo de contratos basuras y obsesiones cibernéticas. Quiero decir que Coupland fue algo así como un representante de la movida de la época, un símbolo de la juventud y del yo-soy-el-que-sabe-de-qué-va-esto-so-carrozas, y así lo tenía yo clasificado dentro de mi cabeza. Y el caso es que de repente le veo asomar ahora a las páginas de los periódicos con su nueva obra, y me encuentro con que es un señor mayorcísimo. Cáspita, ¡pero qué viejo! ¿Dónde se ha metido ese chaval arrogante que miraba el objetivo del fotógrafo como si nunca fuera a quedarse calvo?
"Llegados a cierta edad, podemos intentar hacer de nuestra vida un hecho hermoso"
Porque ahora lo está. Calvo, quiero decir. Y lleva una barba canosa y venerable. Tiene 49 años, aunque parece algo más marchito de lo que corresponde. Estas cosas son las que le ponen a uno más nervioso: comprobar que ahora son mayorcísimos incluso los que eran más jóvenes que tú. La prueba inequívoca de que estás alcanzando los alrededores de la ancianidad no es verte viejo a ti mismo, sino empezar a encontrar viejísimos a todos los demás. Una tarde de verano, mi abuela, de noventa años, paseaba del brazo de mi tío, su hijo, profesor de instituto. Se cruzaron con unos treintañeros que les saludaron efusivamente, y ella preguntó: "¿Quiénes son?". "Antiguos alumnos míos", contestó mi tío. "¡Pero qué viejos!", se asombró mi abuela, indignada ante semejante traición de la cronología. El mundo va envejeciendo a toda velocidad a tu alrededor, el vendaval del tiempo silba atronadoramente en tus oídos, pero por dentro tú te sigues sintiendo tan tonto y tan joven como siempre. Sólo que cada vez un poco más disociado de tu cuerpo.
Y aquí está Coupland, en fin, llamando a su nueva novela Generación A. No la he leído y supongo que el título puede tener mucho de operación de marketing y de referencia comercial al libro antiguo. Pero de todas formas resulta psicológicamente curioso que, de joven, usara una de las últimas letras del alfabeto, y que ahora se aferre a la primera, como si quisiera convencerse de que aún quedan muchas letras por venir en el diccionario de la vida. Envejecer no es fácil, desde luego. Vas perdiendo amigos, padres, amores, pelo, dientes, dioptrías, resuello, facultades mentales. Se te va empobreciendo el grosor de los huesos y de la esperanza. Y, sobre todo, el futuro se te achica estrepitosamente. Como dice Pere Gimferrer en Rapsodia (Seix Barral), su hermoso y reciente libro poético, "el tiempo nuestro es ya de despedida".
La vejez, presiento (la veo ya asomar la pata en el horizonte como el lobo asomaba la amenazadora pezuña bajo la puerta), es la etapa heroica de la vida. "Hacerse mayor no es para blandengues", reza un clásico refrán norteamericano (growing old is not for sissies: el original es un tanto homofóbico, porque sissy viene a ser como mariquita). Sin duda hay toda una épica en la ancianidad, en mantenerse vivo, entero, alegre, dispuesto a las novedades y los cambios, abierto al asombro y al aprendizaje, estoico ante el dolor y el decaimiento, ante el merodeo cada vez más cercano de la muerte.
Claro que, por otro lado, curiosamente, el año pasado se publicó una investigación que sostenía que la felicidad humana se reparte a lo largo de la vida en una curva con forma de U; esto es, que, por lo general, la gente se considera más dichosa en la juventud y en la vejez, mientras que el periodo más amargo cae entre los cuarenta y los cincuenta años, en torno a la crisis de la mediana edad. Son unos datos sorprendentes, pero si me pongo a pensar sobre ello creo que puedo intuir lo que hay detrás. Porque, si tienes suficiente dinero para pagar las necesidades básicas, y suficiente salud para ser autónomo, ser mayor te libera de ti mismo, de obligaciones tontas y de pamplinas. El héroe viejo conoce bien el valor inmenso y final de cada minuto, y eso forma parte tanto de su heroicidad como de su sabiduría. Sí, seguro que hacerse mayor no es para blandengues, pero también creo que, llegados a cierta edad, podemos intentar hacer de nuestra vida un hecho hermoso. Diseñar cada jornada con mimo, con sensibilidad y con la intensa conciencia de estar vivo. Que cada día sea un pequeño universo de sentido, una obra de arte.
www.rosa-montero.com
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