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Columna
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El eterno desdén

Josep Ramoneda

Desde que los ciudadanos tunecinos desafiaron a su Gobierno en la calle y echaron al autócrata Ben Alí, Europa contempla las revueltas en los países árabes con escepticismo en la ciudadanía y con un sonrojante silencio institucional. Es cierto que la ciudadanía europea ha crecido en indiferencia, ante la impotencia de sus Gobiernos para defender a las personas frente a la insolencia de los mercados, y que la izquierda vive en plena desbandada ideológica. Pero no deja de ser sospechoso que las revueltas de Túnez o de Egipto no merezcan las muestras de solidaridad y apoyo que con tanta facilidad surgen, por ejemplo, en cada exceso israelí contra los palestinos. Y sin embargo, es el momento más esperanzador que hemos vivido, desde el punto de vista de la expansión de la democracia y de las libertades, desde el hundimiento de los regímenes de tipo soviético. La democracia puede llegar al mundo árabe y no a punta de pistola como en las crueles fantasías de Bush y Blair.

Miles de ciudadanos que se la juegan en la calle para ganar cuotas de libertad deberían merecer nuestra complicidad

Ni la Unión Europea ni ninguno de los grandes países europeos ha hecho nada para ayudar a los ciudadanos que protestan en la calle. Cuando empezó la revuelta, se esforzaron en no molestar al sátrapa de turno (Ben Alí, en este caso) y solo cuando el pueblo ya lo había echado se desentendieron de él. Ahora nadie se atreve a pronunciar una mala palabra contra Mubarak. Lo máximo que se le exige es que no tire contra la población (de momento, ya hay 100 muertos). Tampoco se tiene noticia de que la alianza de civilizaciones del presidente Zapatero haya tomado iniciativa alguna a favor de los manifestantes. Barak Obama sí está moviendo la diplomacia americana. Tiene la oportunidad de pasar a la historia como el presidente durante cuyo mandato se inició la democratización de los países árabes. Esperemos que no se imponga, una vez más, la nefasta versión del realismo político que ha servido para sostener, como presunto mal menor, a tantos regímenes insoportables.

Los silencios de Europa vienen dados por los tres tópicos sobre los que se construye nuestra relación con el mundo árabe, reforzados por el despliegue ideológico con que los neoconservadores han acompañado la guerra contra el terrorismo.

Los países árabes no están preparados para la democracia. Es un tópico que me resulta especialmente irritante porque es el mismo argumento que los franquistas y sus intelectuales orgánicos repetían respecto a España. Afortunadamente, los hechos les dejaron en ridículo. Esta idea está fundada en una magnificación del peso de la religión musulmana en los países árabes. Y en una tendencia a colocar realidades completamente distintas bajo un mismo cliché. No plantea los mismos interrogantes un país con tradición laica y cierto nivel educativo como Túnez que un Estado fuerte pero corrupto, con gran importancia estratégica y con mucha miseria en la población como Egipto. Pero en ambos hay miles de ciudadanos que se la juegan en la calle para ganar cuotas de libertad que merecerían nuestra complicidad.

El tópico de la falta de preparación de los árabes sintoniza con otro tópico: es imprescindible sostener a unos Gobiernos que, aunque sean autoritarios y corruptos, controlan y mantienen a distancia de Europa a los islamistas radicales. Es decir, los ciudadanos de Túnez han de pagar con sus libertades la protección de la frontera sur de Europa. Forma parte de la ideología del miedo con la que se ha estado machacando a la población europea para justificar la guerra de Irak y otros excesos de la lucha antiterrorista.

Y se funda, a su vez, en otro tópico: la doctrina de las civilizaciones, que pretende presentar como incompatibles la llamada civilización occidental y la llamada civilización musulmana, como si el mundo musulmán no tuviera muchas de sus raíces en Occidente. Esta doctrina de las civilizaciones tiene la versión choque y la versión alianza. La primera es más agresiva, pero la segunda es igual de absurda cuando la alianza no se establece con la gente que pide libertad en la calle sino con los líderes autoritarios y los predicadores que la someten.

Evidentemente, el éxito de los procesos recién iniciados no está garantizado. Todavía puede ocurrir lo peor. Acertar en los ritmos y en los tiempos es muy importante. La experiencia de los países del Este -con episodios trágicos como la limpieza étnica en los Balcanes o el neoautoritarismo mafioso en Rusia- está ahí para recordárnoslo. Pero el desdén que desde Europa se transmite hacia los ciudadanos árabes recuerda el eterno desprecio con que el cristianismo ha tratado al islam como religión paria.

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