Fundido a negro
Hace un par de meses, mientras promocionaba Copia certificada, Abbas Kiarostami, otrora pope del cine iraní como responsable del departamento cinematográfico del Instituto para el Desarrollo Intelectual de Niños y Adolescentes, confesaba a este diario que hasta él estaba controlado por el régimen: "Llevo ya tiempo sin estrenar en Irán. Pero he elegido vivir en mi Teherán natal. Mi próxima película quería rodarla aquí, y me han denegado el permiso".
Si hasta Kiarostami, el antes intocable, el hombre que lanzó la cinematografía de su país por festivales de todo el mundo, sufre la censura, ¿qué les pasará a creadores más rebeldes como la familia Makhmalbaf, Jafar Panahi o el doble ganador de San Sebastián Bahman Ghobadi, que para más inri ni siquiera es persa sino kurdo? A los Makhmalbaf -el padre, Mohsen, un cineasta prodigioso, vive en el exilio; la madre y sus tres hijos (las dos chicas son directoras), en Teherán- les han puesto bombas en el rodaje, han tenido que filmar a escondidas o en otros países... Panahi ha visto frustrada su carrera y Ghobadi se ha exiliado en Nueva York, donde vive con su novia, la periodista iraní-estadounidense Roxanna Saberi, que estuvo presa seis meses en 2009 antes de que fuera liberada gracias a la presión internacional. Ellos son los casos conocidos. Otros cineastas y multitud de músicos corren parecida o peor suerte.
Todo este listado de nombres y sufrimientos sirve para mostrar la deriva del régimen de los ayatolás, que hace dos décadas dejó abierta una espita, el cine infantil, por la que respiraron Kiarostami y su generación, y que ahora ha sellado el gobierno de Ahmadineyad. Por mucho que sus compañeros protesten en Cannes o en San Sebastián, el régimen ha cerrado el puño. Así muere una cinematografía, la iraní, que enseñó en su día que había gran cine más allá de Hollywood y Europa.
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