El don de los vecinos
Si me repito ustedes me perdonarán, pero me gusta hablar aquí de mis buenos vecinos, y creo que me he referido a ellos en alguna ocasión. Escucho cosas pavorosas de otra gente en sus respectivas escaleras, y yo misma crecí en una especie de infierno de bloque. Por eso agradezco mucho la paz, las buenas maneras y el interés mutuo. En mi zaguán se montan tertulias de vecindad, fiestas navideñas. Influye en ello que Neus, la institución que controla el buen funcionamiento de la finca, es una amiga por encima de todo, y una amiga de todos. Más que portera o conserje: un alma buena y una mente rápida. Ha convertido su lugar de trabajo, la portería, en un agradable rincón de lectura, con una silla que le va bien para la espalda, una mesita, un flexo, una estufa para el invierno y, siempre, libros; un libro tras otro. Los ocupantes de la casa desfilamos ante ella. Con peticiones o por el simple placer de charlar. Para contarle nuestras cuitas -que ya conoce, aunque calle discretamente- o para pedirle consejo.
"Es una finca con tradición y solera. Somos la expresión de la convivencia"
Todo esto crea vínculos. Llegué a este piso hace doce años. Cuando entré apenas había niños en la finca, y además mi llegada propició el que se marcharan las dos pequeñas de la familia que me vendió el piso. Al poco de venirme a vivir aquí, la escalera empezó a fertilizarse. Los viejitos se fueron a donde sea que vamos todos cuando el escalón final queda a nuestras espaldas, los adultos se hicieron mayores y los jóvenes tuvieron y siguen teniendo hijos: nuevos inquilinos traen también sangre nueva. Entre todos los críos alegran los días normales con sus idas y venidas y sus juegos, y en fechas señaladas también nos nutren con su vivacidad. Se pone el árbol navideño en el zaguán porque lo instalan ellos, con la ayuda de Neus, el alma del edificio, y la escenificación de la dicha posada -con sus días previos de ensayos, jaleo y discusiones infantiles- no solo hace que recordemos a Edurne sino que renueva entre nosotros, sin que nos lo digamos, los vínculos de buena vecindad.
Esta es una casa que cuidamos mucho y que es muy hermosa, porque su arquitecto, el gran talento modernista Manuel Sayrach, dejó aquí muchas huellas del amor que sentía por su esposa Montserrat, muerta prematuramente. Viven aquí, o en la finca de al lado -la aristocrática Casa Sayrach-, muchos de sus descendientes, y los que no, acuden a menudo a ver a sus parientes. Es una finca con vida, con tradición y con solera detrás. No hay día en que no sienta sobre mi espíritu el beneficioso influjo que esa Catalunya culta y sosegada ejerce sobre mis caóticos y también enriquecedores orígenes. Somos, de alguna forma, la expresión de la convivencia. Catalanes de pura cepa casados con cordobesas fetén, y un largo etcétera. Tenemos vecinos japoneses y, aún más antiguos, alemanes. No sigo para no cansarles.
La buena vecindad, como es natural, se amplía más allá de la finca. Un buen cava tomado en compañía de Rosa y Juanjo, propietarios de la óptica Micromega, sabe mejor entre gafas de diseño veneciano y charlas amistosas; un "¡Pere!", gritado por teléfono al dueño de la granja-bar de al lado, le avisa de que he dejado algo mal en casa y de que se lo diga a Neus, que casualmente está desconectada, y además refuerza la seguridad de que siempre habrá alguien echando una mano. Jordi e Inma, los farmacéuticos, cuidan de mi salud. A diario les veo, sobre todo a él, que tiene santa paciencia, conferenciar sobre achaques y enfermedades con gente del barrio que le tiene confianza desde hace años, y que ha ido haciéndose muy pero que muy mayor sin perder sus atentos cuidados.
Vemos cerrar tiendas en nuestro terreno, y eso nos duele; decaer quioscos de prensa, y eso aún es peor. También vemos llegar a jóvenes emprendedores que abren negocios innovadores que atraen a nuevos clientes, y eso nos da esperanza.
No sé si este artículo se la dará a ustedes pero tal es mi intención. Empieza un año y hay que hacerse fuerte. Atrincherarse entre los afectos cercanos sin por ello dejar de compartir ni de tender la mano. Pero la espalda... Lo menos fría posible.
www.marujatorres.com
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