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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Pobre niño rico

Rosa Montero

Justin Bieber es ese cantante canadiense de 16 años y flequillo imposible esculpido en laca sobre la frente. Ese chaval que, en su reciente visita a Madrid, provocó infinidad de desmayos, lágrimas histéricas y frenesíes apasionados de sus seguidoras, todas tan pequeñitas de edad como él. Vi en televisión la monumental marea de fanáticas que le rodeaba y no pude evitar compadecerme de la salud mental de ese muchacho. Creo que es imposible vivir algo así a los dieciséis años y salir indemne: parecía un conejo indefenso colocado en el paso de la devoradora marabunta. Me temo que no van a quedar de él ni unos mondos huesitos.

El exceso de fama y la glorificación exacerbada es algo que destruye la cabeza del más templado. Es un efecto pernicioso que la Humanidad conoce bien desde hace milenios; ya se sabe que cuando, en la Roma antigua, se le concedía un desfile de triunfo a algún general, colocaban a un esclavo en el carro en el que el personaje hacía el recorrido, para que le susurrara a la oreja Recuerda que eres mortal durante todo el tiempo que duraba el grandioso homenaje. Para contrarrestar el endiosamiento. Ni que decir tiene que el mensaje no servía de gran cosa, a juzgar por la soberbia desplegada por la mayoría de los ilustres romanos del pasado.

"El exceso de fama y la glorificación exacerbada es algo que destruye la cabeza del más templado"

La soberbia, esa es la clave de la perdición. La vanidad, que es un vicio generalizado e insidioso (¿quién no ha tenido algún momento estúpidamente vanidoso?), hace que estés más predispuesto a admitir las cosas buenas que dicen sobre ti que las malas. Más aún, incluso si intentas corregirte, o si una inseguridad patológica te impide creer a pies juntillas en los elogios, de lo que no te escapas es de ir sintiendo una creciente simpatía e incluso admiración por aquellos que te dicen lindezas, y un progresivo y desdeñoso rechazo por quienes te critican. Y, así, resulta asombroso comprobar cómo alguien al que siempre habías juzgado un completo imbécil, de pronto, cuando te halaga, empieza a parecerte menos tonto, y viceversa. De ahí esa tremenda tendencia de los poderosos a terminar rodeados de idiotas complacientes. Y si este proceso alcanza dimensiones fatales, si el poderoso acaba viviendo totalmente enajenado del entorno y escuchando tan sólo a los aduladores, el resultado puede ser trágico.

Eso me pareció advertir, por ejemplo, en Yasir Arafat, a quien hice una entrevista hace veinte años. Por entonces el líder palestino todavía estaba en el exilio; el encuentro fue en Túnez, y acudí a la cita con la mejor de las disposiciones, porque, desde lejos, lo admiraba. Sin embargo, me pareció un hombre espeluznante: intolerante, dogmático, feroz. Creí intuir en él a un tirano, y se diría que su polémico comportamiento al regresar a los Territorios Ocupados me dio posteriormente cierta razón. Pero es que, por razones de seguridad, Arafat llevaba 25 años durmiendo cada noche en una casa distinta, rodeado tan sólo de una férrea cohorte de guardaespaldas fanáticos y de unos servidores tan aterrorizados que jamás se hubieran atrevido a contradecirle (la secretaria que nos hacía de enlace lloraba literalmente de miedo). Y nadie puede vivir media vida encerrado en esa burbuja de mitificación incontestada sin convertirse en un monstruo.

Cuando de lo que se trata es de la divinización de un cantante pop, claro, las consecuencias son mucho más livianas, porque la única víctima es el divinizado. Sin duda las niñas histéricas crecerán sin secuelas negativas por encima de su fanatismo adolescente, pero a la estrella juvenil le vaticino un futuro muy negro. Salvo que tenga el coraje, la hondura personal y la inteligencia de hacer lo que hizo el beatle Paul McCartney, por ejemplo. Con 28 años, tras la disolución del grupo, en lo más alto de su aplastante mito, milllonarísimo hasta lo incalculable, Paul, junto con su por entonces nueva mujer, Linda, se fue a vivir a una modesta granja en Escocia. Era una casita que tan sólo tenía dos dormitorios; él y Linda ocupaban uno, mientras que los cuatro hijos de la pareja compartían el otro. Y en ese apretado hogar residieron durante diez años, mientras McCartney aterrizaba de nuevo en la realidad. La sencillez de lo cotidiano y lo tangible como vía de recuperación de uno mismo. Suerte, Justin, pobre niño rico.

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