Sueños de gato
Al parecer, los gatos duermen entre dieciséis y dieciocho horas al día. No tengo gato, así que no he podido comprobarlo, pero me parece una buena manera de despistar al demonio y encarar con la debida desconfianza el difícil oficio de vivir. Durmiendo más tendríamos menos tiempo de jorobarnos los unos a los otros, al margen de otras muchas ventajas para el cutis y para la piel de dentro, y por si eso fuera poco, como decía aquella canción que cantaban a coro Tom Waits y Keith Richards, "eres inocente cuando sueñas".
Jacobo Siruela nos acaba de entregar un magnífico ensayo sobre la materia de los sueños, La vida bajo los párpados (Atalanta), que viene a completar la vieja creencia establecida por Dashiell Hammett en El halcón maltés, aquella que sujeta que los sueños sólo se descascarillan en contacto directo con la realidad. O lo que es lo mismo, que los sueños sólo pierden su importancia al abrir los ojos y darse de bruces con nuestras ridículas ambiciones diurnas. Supongo que es por eso por lo que resulta tan monumentalmente aburrido escuchar a alguien contar sus sueños, o hablar de sus gatos para el caso, y tan entretenido soñar o ser un gato.
"Los sueños se encadenan para asegurar nuestras íntimas libertades"
En la isla de Torcello, en el extremo septentrional de la laguna de Venecia, podemos encontrar el Ponte del Diavolo, donde según cuenta la leyenda cada 24 de diciembre a media noche se aparece el diablo en forma de gato. Dicen que el diablo mismo construyó este puentecito sin baranda en el transcurso de una sola noche y que aún lo guarda. Las leyendas son los únicos sueños que no se desvanecen a la luz del día por más que a menudo, no siempre, haya que esperar a la caída del sol para transitar por su resbaladiza superficie. En Venecia, sin ir más lejos, no hay un solo puente o una sola esquina que no esconda (y muestre a quien quiera verlo) su fantasma. Algunos tan temibles como el diablo de Torcello y otros tan prosaicos como las ánimas de las putas del Ponte delle Tette. Hay quien jura haber visto el fantasma de Ezra Pound en el cementerio de San Michele, claro que para eso no hace falta ir tan lejos, también pasea el espectro del poeta por las calles de Medinaceli, en la provincia de Soria, tras los pasos de otro fantasma, el de su querido Rodrigo Díaz de Vivar, cuyos cantares tanto admiraba.
Los sueños se encadenan, como bien deben saber los gatos, que, demonios o no, disfrutan de más horas a ese otro lado de las cosas que estos pobres nosotros tan empeñados siempre en madrugar para ver si cae la breva de que Dios nos ayude.
De la experiencia subjetiva del sueño de los gatos no sabemos nada, a cambio sabemos demasiado de lo que sueñan otros monstruos gracias a las filtraciones del imperio que nos proporciona puntualmente ese rubio fantasma australiano que se esconde frente a los ojos abiertos y con frecuencia estupefactos de media humanidad. Nuestra sorpresa ante estas tímidas fugas de información sólo demuestra que despiertos somos aún más inocentes que dormidos. En contra, por cierto, de lo que aconsejaba el propio Cantar del Mío Cid al recordarnos que los prudentes caminan de día y de noche, y el mismo Pound cuando recomienda sueños que no precisen desengaños.
La noche del 24 de diciembre cerremos por si acaso bien los ojos para poder ver con más claridad el rostro del diablo sobre el puente; algo me dice que los gatos, si es que de verdad son demonios, sueñan mientras tanto con nosotros.
Por cierto, si alguien aún anda buscando un buen regalo para el despertar de esa noche, recomiendo encarecidamente el cuento de Joyce El gato y el diablo, en el que volvemos a encontrarnos con un demonio que construye puentes y un gato y en fin, que los sueños, como decía antes, se encadenan, tal vez para asegurar paradójicamente nuestras más íntimas libertades.
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