El gesto primordial
Hace unos días, recorría con Enrique Morente la exposición Atlas, ¿cómo llevar el mundo a cuestas? que había comisariado Georges Didi-Huberman para el Reina Sofía. Morente estaba allí para "grabar" una película frente al Guernica y sabiendo que el filósofo francés era un gran aficionao al cante no quiso dejar pasar la oportunidad. Hablábamos sobre esta formidable manera de trabajar las formas artísticas cuando nos trajo a colación aquello de los "cantaores enciclopédicos", la manera en la que los flamencos se refieren a aquel cantaor, aficionao de verdad, que domina amplios registros, fuentes y formas, que sabe de dónde viene un cante y adónde va. Acertó de pleno, era exacta la referencia pues participaba de lleno de aquel oxímoron que para Aby Warburg -el inspirador de la mencionada Atlas- eran las pathosformel, una manera determinada de organizar el saber de las imágenes sin anquilosarlo, sin convertirlas en signo ni mercadería. Refiriéndose al flamenco, Rafael Sánchez Ferlosio dixit, "déjense de duende ni de ángel, es el viejo pathos griego que aún sobrevive en el ancho Mediterráneo".
Aplíquese eso al cante de Morente, la inteligencia misma, el saber absoluto que por eso arriesga, lleva el cante a los extremos -de Pepe Marchena al Omega, ¿cabe más?-, lo saca de sí y lo da siempre en movimiento. Ese es el gesto primordial de lo flamenco, esa es su transmisión, a la vez depósito histórico de saberes, pero también el gesto inmediato que lo pone en juego, lo que ellos llaman transmitir, la entrada, como a traición, de una música y una letra.
Yo le debo a José Manuel Gamboa y José Luis Ortiz Nuevo el conocimiento de Enrique Morente, en el doble sentido de la palabra, el trato con el artista y el aprendizaje de su inmensa obra. ¿Cuántos hemos vuelto a leer a Lorca gracias a él? Nadie pone como él las palabras -¡qué cancionero el de Morente!-; como esa última Serenata en que convirtió la Granada de Albeniz...
Colaboró con Israel Galván en Metamorfosis y Arena, dos espectáculos fundamentales para entender al bailaor sevillano. Para Israel se trataba de algo más que una contribución artística. Morente es un referente y una bandera, un modelo a seguir en cuanto a riesgo y radicalidad expresiva, aun a costa de tener que ampliar las fronteras del flamenco. Porque después no te lo agradecen. Y el flamenco debe a Enrique Morente, no solo el camino largo y agónico, también el ensanche de su territorio.
Cuando el compositor alemán Helmutt Lachenmann se refería a Morente con veneración no devolvía ninguna regalía. Recuerdo aquel homenaje en Sevilla a Luigi Nono, cuando el mismo Enrique, acompañado de Aurora Carbonell, su esposa, trabaron una serie de palmas, sin cotejo temporal discernible, construyendo simplemente un clima que permitiera arrancar al Arditti String Quarter. Aquellas palmas -"abstractas" las llamaron los flamencos, "anchas" les puso Manuel Soler-, ¿cuánto han dado al baile y al cante actuales? Nada menos que la reconsideración de lo que significaba el silencio, como hacerlo más material, hacerlo "cosa" tangible.
Ya digo, fructifica. Su obra es un don, como ese que acostumbraban los flamencos hacer sufijo de los grandes, de Don Antonio Chacón a Don Enrique Morente. Es verdad, Camarón revolucionó el cante como ninguno, pero es difícil salir de su sombra, escapar a su estilo. Desde Morente se crece, ahí está su hija Estrella, Mayte Martín, Arcángel, Miguel Poveda... Fernando Terremoto me lo decía, "yo esto ya me lo sé, pero, ¡cuánto se aprende con Morente!". Y es que sobre la obra de Enrique Morente se puede seguir trabajando, verdadera transmisión, se hace inmenso, se crece.
Pedro G. Romero es artista y flamencólogo
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