Lirismo, estética, emoción... y devaneos entre sombras

Ni un cruce genético entre Hitchcock y Renoir, ni siquiera Luis Miñarro, padre putativo del invento, podrían llegar a convencerme de lo que -por desgracia para mí, seguro- ni mis ojos ni mis oídos supieron contarme cuando vi en Cannes Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas. Una cosa son los envoltorios intelectuales y otra la irremediable lectura práctica de sus contenidos. Película de la muerte, de la reencarnación, de la memoria... sí, todo está muy bien como enunciado de intenciones en esta película del tailandés Apichatpong Weerasethakul, alias el nuevo héroe de según qué vertiente más o menos transigente de la cinefilia (en este caso, menos: ha llegado un momento en el que si no te gusta Apichatpong y lo dices según en qué foro, ya puedes encomendar tu alma a Santa Tecla o a esos trasgos de ojos rojos que pueblan los planos de Tío Boonmee...).
Toneladas de lirismo, arrobas de poesía, sacos de emoción y toda la plasticidad del mundo en Apichatpong y su película. Lástima que, como ya ocurrió con el cine de otro apóstol de la mentirijilla solemne como el venerado filipino Brillante Mendoza, Tío Boonmee... se vea tan mal. O sea, que a base de tanta sombra y tanta penumbra forzadas hasta la extenuación da la sensación de que el bueno de Apichatpong dejó de pagar la luz en mitad del rodaje y le cortaron el suministro. No es fácil ejercer de Georges de la Tour o de Caravaggio.
Lirismo, y poética, y emoción, y desolación, y lógica en el relato, y sabio manejo de la luz y la oscuridad (una cosa es la estética y otra la esteticienne) hay en La balada de Narayama, de Shohei Imamura, por citar una película que, como la de Apichatpong, habla de la ineludible travesía hacia la muerte.
Bah, ni caso a estas líneas: Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas ganó la Palma de Oro en Cannes. Millones de moscas no pueden estar equivocadas. Yo sí.
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