En nuestro propio nombre
La Tanaya, una mujer sin edad, joven y vieja a la vez, flaca, descarnada, pobre, cruza dos palitos para cubrir su intersección con un trapo de colores, que ata luego con un cordel. Después se acerca a la cuna donde llora un bebé enfermo, que cada día tiene peor color, y dejando sobre la sábana el misterioso objeto que acaba de fabricar, le mira y dice: ¡Mira qué muñeca tan bonita te ha hecho madre!
Mónica Corvo mira la muñeca de la Tanaya, al crío que va a morir, como han muerto antes, o morirán más tarde todos los hijos de esa extraña mujer, y no sabe qué decir. El estupor que congela su mirada adolescente, ante la ruina de un país desahuciado, condenado a arrastrar su cuerpo roto, tullido, lejos de cualquier paz, de toda esperanza, es el retrato más sutil, y a la vez más potente, de las miserias de la España franquista.
Nadie ha sabido mirar, ni mirarse, en el pantano cruel de aquel profundo envilecimiento cotidiano, como las protagonistas jóvenes y perplejas, todavía inocentes pero ya condenadas a envejecer -sin haber llegado nunca a madurar- bajo el peso de las preguntas que no se atreven a decir en voz alta, que han hecho grande entre los grandes a Ana María Matute.
Yo sé que ella prefiere Olvidado rey Gudú, ese extraordinario alarde de coraje narrativo, de juventud vital y de amor a la ficción en tiempos difíciles, que la devolvió al primer plano de la actualidad literaria tras muchos años de silencio. Pero ella también sabe que Los hijos muertos ha sido uno de los libros más importantes de mi vida, la mejor novela que, en mi opinión, se ha escrito sobre la posguerra, una obra monumental que enseñó a muchos novelistas que hemos llegado después a mirar a España, y que bastaría por sí sola para demostrar la importancia de una escritura ambiciosa, exigente, poderosa como muy pocas.
Le he oído decir por la tele que el Cervantes supone su consagración. Yo sólo puedo decir que, con premio o sin él, si ella no me hubiera enseñado a tiempo cómo me llamo y en qué consiste mi oficio, ni yo sería yo, ni habría escrito los libros que he escrito.
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