Placeres de la 'Ruta 66'
En 1985, dos periodistas musicales barceloneses saltaron al vacío y crearon una revista propia. Jaime Gonzalo e Ignacio Juliá habían brillado en Vibraciones, pero empezaban a asfixiarse en su sucesora, Rock Espezial.
Conviene saber que las escisiones, resultado de conflictos en una revista establecida, suelen tener escaso recorrido. Pero Ruta 66 cumple ahora un cuarto de siglo; dado el altísimo porcentaje de bajas entre las revistas musicales, eso equivale a alcanzar, digamos, cien años en términos humanos. Lo conmemoran con un grueso número especial, de lectura obligada. En realidad ¡no debería recomendarlo! En una conversación entre Fernando Pardo y Josele Santiago, encuentro una descripción de mi persona francamente grotesca.
La revista celebra sus 25 años con un número especial de lectura obligada
Llegados a estas intimidades, hablemos a calzón quitado. Mi reacción ante Ruta 66 alternaba entre la admiración y la belicosidad. Admiración por la audacia de Juliá y Gonzalo al hacerse con los medios de producción y pasar de asalariados a dueños de su propia empresa. Además, lograron una adecuación de forma y contenido: la revista lucía sobria, profunda, cómplice... parecida al mejor rock. Me apunté como colaborador.
Inmediatamente, claro, comenzamos las peleas. Yo discrepaba de su fundamentalismo rockero y me rechinaba que descuidaran la música negra. Argumentaba que el rock tiene sangre mestiza. La misma canción que bautizó la revista lo explica: el autor de Route 66 era blanco (Bobby Troup) pero su popularizador fue negro (Nat King Cole). Entendía que una revista historicista debía enmendar el inconsciente racismo del mundillo musical español.
Veinticinco años después, toda aquella controversia se ha vaporizado. Mavis Staples ocupó la portada de septiembre y Solomon Burke es uno de los personajes en el frontispicio del actual número. Ambos vocalistas terminaron siendo ruteros.
Durante muchos años, dentro de su marginalidad, Ruta 66 parecía una empresa modélica. Los fundadores combinaban sus funciones editoriales con la elaboración de libros eruditos, que cubrían desde The Velvet Underground hasta La Banda Trapera. Nadie en la crítica nacional parecía tener semejante ética de trabajo y tan claro sentido de su misión.
No sabíamos que estaban en números rojos. Felizmente, habían generado unos seguidores tan fieles que, en 2007, dos de ellos llegaron al rescate: remozaron contenidos, atrajeron publicidad y añadieron color a unas páginas hasta entonces orgullosas del blanco y negro. Y van a rebasar los 25 años.
En realidad, uno sigue Ruta 66 para entender la propia evolución emocional: entre la amargura de Jaime y la bonhomía de Ignacio, hallamos las claves de unas vidas consagradas al rock. Gonzalo no oculta su desencanto con el mundo que le rodea, al que fulmina regularmente con su potencia dialéctica. Dedica muchas energías al estudio de movimientos alternativos y asuntos extramusicales, reafirmando su escepticismo radical. Por su parte, Juliá busca motivos para mantener la fe y todavía puede entusiasmarse, con una banda nueva o con un destello de la antigua genialidad de sus héroes. Las columnas de ambos son severos ejercicios de autoanálisis que nos enfrentan con la crueldad del envejecimiento en un entorno hostil, con la fragilidad de nuestros compromisos estéticos. Apostamos por la cultura del rock y, ahora que la fortuna solo nos reparte malos naipes, dudamos si aquello fue un placebo o si efectivamente comportaba la promesa de una vida más intensa y luminosa.
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