El secreto del cantor
A él le gustaba cantar.
Ya ni se acuerda de cuándo empezó, quizás siendo todavía un niño. De adolescente, lo cantaba todo, rasgueando con saña las cuerdas de una guitarra, mientras chillaba para tapar con su voz la impericia de sus dedos. Y cantaba, a solas en su cuarto, con el cerrojo echado, cantaba para él, procurando que nadie más le escuchara, aunque sus hermanos, los amigos de sus hermanos, su madre y sus amigas se reían de él y le hacían burla desde el otro lado de la puerta.
-¡Eh, cantautor! -mientras repiqueteaban con los nudillos en la puerta-. ¡A comer!
Ellos fueron los responsables de que aprendiera a cantar bajito, pellizcando apenas las cuerdas de la guitarra, después sin ella. Se ponía tan colorado cuando descorría el cerrojo, abría la puerta, y se los encontraba allí, haciéndose los ingeniosos, que antes de empezar la carrera decidió pasar a la clandestinidad. Y siguió cantando, pero solo cuando nadie le escuchaba, en la ducha, en el coche, en los raros momentos en los que se quedaba a solas en su casa de familia numerosa. Siguió atreviéndose a sospechar que él cantaba bien, y empezó a escucharse aún mejor cuando cambió de repertorio. Nadie podía impedir que se gastara su dinero en escuchar a los demás, y así descubrió que a su voz de barítono le iban mejor géneros distintos de la canción protesta de su primera juventud y el pop ochentero de la segunda. Poco a poco se fue atreviendo a cantar otras cosas, Sinatra, blues, tangos, romanzas de zarzuela, arias de ópera
"Lo que le gustaba era cantar ópera, pero eso no podía contárselo a nadie"
Lo que más le gustaba era cantar ópera, pero eso sí que no podía contárselo a nadie, así que su coche se fue convirtiendo poco a poco en un santuario móvil de la lírica. Todas las mañanas, cuando iba a trabajar, escogía un compacto, seleccionaba las pistas que mejor se sabía, y cantaba, cantaba sobre la voz de un cantante al que no escuchaba, cantaba y se sentía bien, poderoso, eufórico, feliz Era tan feliz cantando que ni siquiera echaba de menos al público, aunque de repente sentía una vergüenza incontrolable, repentina, como si cantar fuera un pecado, un vicio, una intolerable debilidad. Entonces, se grababa, y lo que oía le gustaba. ¿Será posible que cante bien ? Pero ni así se decidió a compartir su secreto con nadie.
Ni siquiera con ella, primero su novia, luego su mujer, más tarde la madre de sus hijos. Cuando la conoció, le parecía tan hermosa, tan brillante, tan deseable, tan superior a él en todos los aspectos, que la simple idea de que le oyera y se echara a reír le ponía enfermo. No, a ella sí que no, se conjuró consigo mismo, antes muerto ¿Qué cantas?, le preguntó muchas veces, al escucharle canturrear en el baño. Nada, tonterías, contestaba siempre. ¿Pero qué tonterías? Nada, repetía, y la besaba, y cambiaba de conversación.
Hasta hoy. Hasta esta noche, este salón, este banquete de bodas de un novio reincidente, íntimo amigo de los dos, en el que hay un micrófono, un equipo de sonido, y mientras llega el grupo que va a tocar en el baile, un montón de espontáneos que se han lanzado a cantar para el regocijo de los invitados. Y mira que cantan mal, se dice él, mientras les escucha en silencio, el primero a Serrat, el segundo a Sabina, la tercera a Shakira, todos fatal, y, sin embargo, ahí están, tan contentos El novio, que se ha arrancado por Miguel de Molina, es el peor, aunque se le puede disculpar porque, al fin y al cabo, es el novio, y por eso, en este momento, está ofreciendo el micrófono al próximo valiente.
Él lo piensa, pero no se atreve. Oye a sus amigos corear nombres, reclamar a este o a aquel, a él no, a él nunca, porque él no canta, nadie sabe que canta, pero Tienes casi cincuenta años, se dice a sí mismo, si no es hoy, no será nunca. Y sin que llegue a ser del todo consciente de su audacia, su cuerpo decide levantarle de la silla, sus piernas, sostenerle, su voz, anunciar con voz clara, potente, lo que nunca creyó que fuera capaz de decir.
-Voy a cantar.
Eso dice, y todos se le quedan mirando a la vez, algunos risueños, otros tan perplejos que ni siquiera se animan a sonreír. Lo repite aún más alto, voy a cantar, y cuando le ofrecen el micrófono, hace un gesto de rechazo con la mano, no, yo no necesito micrófono. A partir de ese momento, nadie se atreve a sonreír siquiera, y en el silencio compacto, abrumador, que sucede a sus palabras, la convicción de que no tiene escapatoria, de que se ha metido por su propio pie en un laberinto sin salida, le libera mucho más de lo que habría podido suponer. Voy a cantar, se repite por tercera vez, ahora en silencio, para sí mismo. Y canta.
Cuando termina el brindis de La Traviata, estalla una ovación cerrada, salpicada de ¡bravos!, los comensales de pie, haciendo ondear un mar de servilletas blancas sobre sus cabezas.
-¿Pero desde cuándo cantas tú tan bien? -le pregunta su mujer cuando logra reponerse de su asombro.
Él sonríe, niega con la cabeza y no sabe qué contestar.
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