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CON GUANTES
Columna
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Al jardín de la alegría

Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya…". Me he acordado de esa vieja canción de mi infancia al leer un hermoso libro de María Vela publicado recientemente por la elegantísima editorial Mudito & Co, y ahora trato de explicarme a mí mismo el porqué de este recuerdo, el dónde exacto de ese lugar de la memoria. Solo nosotros ignoramos el sentido de nuestros sueños, que decía (creo que con razón, más razón que un santo) el bueno de David Lynch. Imagino que de igual manera ignoramos el origen y el destino y hasta la razón o la causa de nuestras impresiones.

El libro se llama Agua va y habla, claro está, de lo que el agua puede hacer entre nuestras cosas; revivirlas, agrietarlas o tan solo acompañarlas, y de otro millón de asuntos más. Asuntos todos esenciales y, por tanto, de apariencia ligera y naturaleza profunda, y cabría decir que alegres, pese a la constante presencia de la muerte. Porque también de la muerte, y sobre todo de la muerte, se habla y mucho en estos versos, y por tanto de la vida que sin remedio la contempla.

"Se trata de dejar la vida en su sitio, a salvo, lejos de las zarpas de la muerte"

Los nombres que elegimos caprichosamente para los caballos, los perros, las casas y el resto de nuestras cosas cumplen con rigor su destino y su función en las páginas de este libro, y la inteligencia de María Vela nos recuerda cuánto hay de arbitrario en cada una de nuestras decisiones, qué margen le corresponde a la libertad y qué margen a cada condena, qué poco lugar nos queda entre lo que ya ha aprendido a vivir y a morir sin nosotros. Al hacerlo, como no podría ser de otro modo, nos enfrenta con lo extraño que resulta nombrar con tanto esmero aquello que se acabará perdiendo.

Aparecen también en este libro, por sorpresa como los invitados que uno ya no esperaba, tres muertos que me son muy queridos, Javier Utray, Quico Rivas y José Miguel Ullán, y sería de bobos no aprovechar esta excusa para recordar el afecto que me unía a cada uno de estos tres hombres. Al igual que los animales terminan por responder a los nombres que les damos, estas tres personalidades tan distintas vuelven juntas, pero bien diferenciadas, a la memoria de quien los apreció, y al recordarlos tan certeramente me regala la oportunidad de no olvidar, y por eso también le doy las gracias.

Tres amigos que ya no están, pero que siguen.

Las leyendas no tienen más que una obligación, negarse a desaparecer. Vela lo sabe y lo cuenta, y yo lo sé ahora porque ella lo cuenta, y así con estos pasos pequeños que persiguen la huella de otros pasos la leyenda continúa su camino. No se trata aquí de aventurar la eternidad ni de marcar con hierro la piel de otros tiempos, no es un negocio de vanidades; se trata sencillamente de dejar la vida en su sitio, a salvo y tranquila, lejos de las zarpas de la muerte.

"Al jardín de la alegría quiere mi madre que vaya…". El rumor de esa vieja canción de la infancia me ha acompañado durante la lectura de este libro de poemas, sin saber bien por qué. Tal vez sea por la gracia y la precisión con frecuencia dolorosa con la que su autora revive la presencia de lo que ya se ha ido, de lo que ya ha pasado. Así, precisamente, recuerdo yo mi infancia, entre una nube de dolores y entusiasmos, como una melodía que se repite alegremente sin conocer todavía su sentido.

Puede que nosotros también podamos interpretar por fin nuestros sueños, y devolverle a aquello que quisimos su forma, su peso, su encanto y su valor.

La buena escritura no sana ni devuelve la vida, pero ayuda a comprender. La ficción no espanta a la realidad ni la transforma, pero la acompaña y la completa. Todos los versos que merecen tal nombre nos exigen una capacidad que sin ellos podríamos dar por perdida o, peor aún, por desconocida. Recordar entre el afecto sin negar el dolor es una buena herramienta para seguir viviendo, y yo la he encontrado o reencontrado entre estas páginas.

"Agua va", dice María Vela en su nuevo libro, y por una vez, frente a su ventana, agacharse no parece lo más sensato.

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