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DESPIERTA Y LEE
Columna
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Eros y reacción

Fernando Savater

La editorial Ariel publica dos ensayos filosóficos, uno de hace más de cuarenta años y otro actual, que representan inmejorablemente el giro intelectual del último medio siglo. El primero es Eros y civilización de Herbert Marcuse, actualizado con un inteligente prólogo de Álvaro Pombo. Quizá este libro sea el que mejor condensa el sentido de las revueltas del año 1968.

Apoyándose en Freud, aunque sobre todo por su valor simbólico, Marcuse critica la represión de la sensualidad erótica que impone la civilización de la productividad a ultranza. Lo que pudo ser imprescindible en épocas primitivas ahora se ha convertido en superfluo: "La tecnología opera contra la utilización represiva de la energía en tanto que minimiza el tiempo necesario para la producción de las necesidades de la vida, ahorrándolo así para el desarrollo de las necesidades más allá del campo de la necesidad y el consumo necesario". El verdadero progreso no estriba en la multiplicación de artefactos que controlen la vida cotidiana, sino en su empleo para disminuir "los efectos del pecado original" que nos condena a penar laboriosamente, según dijo Baudelaire. La imaginación y el arte mantienen abierta una promesa de liberación gozosa que el orden vigente conculca en nombre de una necesidad que ya no lo es.

Los profetas del 68 propician con sus falaces esperanzas que se avasallen las libertades

La utopía revolucionaria será transformar la sociedad para liberar a los individuos, lo que desde luego no estaba en el programa más bien pesimista de Freud. Contra ello escribe ahora Roger Scruton en su libro Usos del pesimismo, que quiere prevenir del peligro de las falsas esperanzas. Opina que el optimismo de los utopistas nunca conoce límites sino solamente obstáculos para sus proyectos, que desdeñan arrolladora y totalitariamente la trama de acuerdos y pactadas reformas para regenerar efectivamente la vida en común. "La ley", dice Scruton, "existe para resolver los conflictos entre seres libres, no para conducirlos a la salvación". Los profetas y herederos del 68 han favorecido con sus esperanzas falaces el avasallamiento de las libertades reales de los ciudadanos en lugar de su potenciación.

En el terreno de la religión, tanto Marcuse como Scruton discrepan de lo que Freud consideró "el futuro de una ilusión". El pensador inglés cree que gracias a ella podemos vernos libres de la fe totalitaria en tiránicos paraísos terrenales, mientras que el alemán dice que allí donde conserva aspiraciones a la paz y la felicidad "sus ilusiones tienen todavía un valor verdadero mayor que la ciencia, que trabaja por su eliminación".

Marcuse consideraba que las llamadas "perversiones" sexuales tienen un valor subversivo porque se rebelan contra el orden represivo que convierte lo normal y lo útil en equivalente de lo bueno. Pero la permisividad oficializada acaba con la subversión y da paso al comercio y al puritanismo como instrumento de lucha partidista. Aquí también gana hoy Scruton por goleada.

No es fácil que veamos reimpresiones de clásicos subrepticios de hace décadas, como Las menores de dieciséis años, de Gabriel Matzneff (publicada en una colección de Julliard titulada Mi mayor afición), o Emilio pervertido, del filósofo René Scherér (que además era hermano de Eric Rohmer): acabarían en la hoguera, junto a sus autores. Los escándalos de Polanski y Sánchez Dragó, crucificados o defendidos según el gusto político de cada inquisidor, son todo un revelador máster en hipocresía.

Algunas librerías han decidido no vender el libro de Dragó: según oí en una tertulia de la SER, personas respetables están de acuerdo con esta objeción de conciencia. Supongo que también apoyarán a las farmacias que no vendan a las jovencitas la píldora del día después o a los videoclubs que proscriban las películas de Polanski. Soy menos favorable a este boicot por haberlo sufrido en carne propia. Hace unos años las librerías de una cadena propiedad de gente piadosa lo aplicaron a un libro mío por haber dicho -equivocándome, ay- que Zapatero merecía un margen de confianza en su trato con el entorno de ETA. Ya ven, la reacción va por barrios...

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