Madera de caudillo
Néstor Kirchner fue un hombre imposible de encasillar. Llegó al poder en pleno auge en Sudamérica de presidentes como el brasileño Lula da Silva, el uruguayo Tabaré Vázquez o el venezolano Hugo Chávez. Y aunque a veces tomaba decisiones que se inscribían en la izquierda moderada que representaron los dos primeros, no tenía reparos en alinearse con el eje bolivariano más radical. En un mismo discurso, Kirchner era capaz de mezclar enunciados de Milton Friedman y de Ho Chi Minh sin cambiar de registro. Su gran motor, para bien y para mal, fue la pasión. Tal vez porque era hijo de una mujer profundamente católica y creció en la ventosa inmensidad de la Patagonia, Kirchner invocó la Pasión de Cristo para dar cuenta de su proyecto político: "Estamos saliendo paso a paso de la peor crisis que hemos vivido, de lo que ha sido y aún es el calvario de Argentina", dijo ante el Congreso en 2005.
El ex presidente jamás perdonó las medias tintas de sus colaboradores más cercanos ni admitió fisuras en el Frente para la Victoria, su grupo dentro de la familia peronista. Una persona muy cercana a él definió una vez el faro que guiaba al político: "El poder es consenso y autoridad y Kirchner solo se aviene a negociar una vez que ha impuesto su autoridad y cuenta con el respaldo de la gente". El ex presidente sabía que ser el centro de todo era vital para su supervivencia política. Si en la historia de Argentina desde la independencia hace 200 años el poder se repartió entre nacionalistas (de derechas o de izquierdas) y liberales (conservadores o progresistas), Kirchner definitivamente encajaba en el primer grupo. Era un caudillo de su partido, el peronista, como no podía ser de otra manera para ejercer y mantener el poder. No tuvo ni maestros ni discípulos.
Kirchner encajó perfectamente en el perfil del caudillo nacionalista, progresista y ferviente defensor de la intervención del Estado en la economía. De hecho, fue el hombre que devolvió el concepto de Estado a Argentina tras el desmantelamiento del aparato público durante la década de los noventa. "Vamos a devolverle al Estado las neuronas que le han quitado", declaró en varias ocasiones al principio de su mandato en 2003.
Para sus críticos, el ex mandatario representó la tradición autoritaria descrita por Domingo Faustino Sarmiento en su célebre libro Facundo, que describe la vida de Juan Facundo Quiroga, gobernador y caudillo de la provincia de La Rioja durante las guerras civiles argentinas, a mediados del siglo XIX. El caudillo es producto de la inmensidad de la llanura argentina y de la fuerza bruta y la autoridad sin límites que allí predominan. Como el grueso de los peronistas de izquierda, Néstor Kirchner militaba y su viuda, Cristina Fernández de Kirchner, aún lo hace, en la corriente historiográfica que postula al caudillo -en este caso encarnado en la figura de Juan Manuel de Rosas, el principal dirigente de la denominada Confederación Argentina (1835-1852)- como el héroe nacional opuesto a los intereses oligárquicos. Esta visión de la historia sostiene que América Latina entró en decadencia cuando se abrió al mercado internacional y adoptó los estándares económicos reconocidos en el mundo desarrollado. Al mismo tiempo, condena a muchos intelectuales por "vendepatrias", es decir, por ser favorables a los intereses extranjeros frente a los nacionales. El revisionismo estuvo muy presente en el discurso de la presidenta Kirchner durante los festejos de los bicentenarios de las independencias argentina y venezolana durante este año.
Aunque con la caída del Gobierno de Perón el revisionismo fue duramente perseguido, el movimiento sobrevivió e incluso fue muy prolífico en textos y ensayos hasta el golpe de Estado de 1976. Sin duda, Kirchner se empapó de esta corriente, de los libros de Raúl Scalabrini Ortiz, de Arturo Jauretche y de José María Rosa. El ex presidente dio vuelta a las privatizaciones, rompió con el Fondo Monetario Internacional y apoyó "lo nuestro" por encima de todo. Un caudillo para el siglo XXI que ya no será.
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