El príncipe valiente
A Mario Vargas Llosa, de una amiga.
"No creo que mis críticos enmudezcan", afirmaba ayer Mario Vargas Llosa después de recibir con sorpresa nada ficticia la noticia de que, al fin, recibía el Premio Nobel que él había dejado de esperar para no amargarse la vida. El jueves, durante una cena en Francfort (donde me encuentro por la Feria del Libro), pude comprobar que, una vez más, la lucidez con la que Mario encara sus convicciones sigue superando mi perspicacia sobre la terquedad intelectual que suele engendrar cualquier servidumbre voluntaria a argumentos ideológicos en desuso 20 años después de la caída del muro de Berlín.
Por la mañana oí gritos de alegría y aplausos en un stand situado a pocos metros del nuestro y pensé para mí (lo juro): ¡Se lo han dado a Mario por fin! Así era. Fui a compartir la inmensa alegría de sus editores y la de un montón de amigos y conocidos que acudieron, como yo, para saltar, bailar y hacer el indio si hiciera falta.
Conocía por dónde le podían llegar los tiros, pero no por ello se amilanó
Desde hace 45 años, sin faltar ni uno, asisto a esta feria y cada año, cuando las fechas coinciden con la entrega del Premio Nobel de Literatura, se produce en algún lugar de esta feria un jaleo mayor o menor, según los casos. He sido testigo privilegiada del espontáneo estallido de festiva adhesión a un autor al que admiro desde los años remotos en que leí, deslumbrada, La ciudad y los perros, y a un amigo incondicional contra viento y marea.
Primero me asombró su obra, su entrega absoluta a la lenta construcción de su obra. Ya a finales de los sesenta, cuando empecé a percibir reticencias acerca de su actitud ética ante los tristes devaneos autoritarios de algunos de sus colegas, políticamente correctos desde una izquierda de granito y biempensante, comprendí que el compromiso sartriano de Mario hacia los asuntos de la res publica era mucho más cercano al pensamiento de Albert Camus que al del propio Sartre, cuyos inexplicables e inexplicados "chaqueteos" se hicieron notorios con los años. Un viejo debate este, irreconciliable hasta hoy mismo, por lo que pude presenciar el jueves por la noche.
Lo peor de todo aquello fue la difamación por parte de los que se consideraron ipso facto inflexibles partidarios de La Verdad Absoluta. Mario, aun sanguíneo en algunas de sus reacciones más pasionales, siempre me pareció más reflexivo y, cuando la razón le llevó a negar cualquier forma de servidumbre voluntaria, se enfrentó a sus difamadores con la fortaleza de quienes saben que nada es perfecto y que antes de juzgar vale más comprender. Nunca dejó al descubierto sus momentos de desánimo, pues conocía muy bien por dónde podían llegarle los tiros, pero no por ello se amilanó. Cuando hubo que enfrentarse, por ejemplo, al primer plano de una cámara malvada, lo hizo siempre con la misma pausada pero feroz y altiva coherencia y pericia, exhibiendo una sonrisa no exenta de amargura.
No me extraña leer ahora en la prensa que, con los años, se había convencido de que no era un escritor para el Nobel por ser una figura más bien incómoda, de modo que no lo esperaba. Pues bien, Mario, príncipe valiente de los que quisiéramos ser como tú, quiero que sepas que a nosotros nos parecía injusto no verte ya de una vez con el chaqué impecable, recogiendo este premio pocas veces tan bien adjudicado.
Beatriz de Moura es fundadora y presidenta de Tusquets Editores.
Babelia
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