La copulación electrónica
Primera cuestión: la costumbre de instalar un televisor en el dormitorio forma parte de un repertorio que si, en algún momento, fue signo de estatus, hoy es una cierta señal del peor tino. Podría deducirse tanto la formación cultural, la sensibilidad y el gusto a través de la funesta prueba que conlleva un televisor frente a la cama. Solo los inválidos, los enfermos, los solitarios o los rancios quedan como personajes que mezclan la cama con la pantalla.
Pero, paralelamente a este supuesto, bullen también las atenciones a móviles o correos, consultas o mensajes, todas ellas intempestivas. Su naturaleza se aparta de la naturaleza del sueño, su presencia es tan inoportuna como impertinente y, por derivación, el usuario será centro del desorden. Mal amante o mal room mate, pobre sujeto para la conversación, y el intercambio emocional casero. Todo lo que se realiza a través de estos listos aparatos es un simulacro de la afinada comunicación que puede propiciar la alcoba. Desperdiciar esta ocasión prolongando el uso compulsivo del artefacto no solo perjudica el sueño físico, deshace casi toda otra clase de sueños.
Solo enfermos, rancios y solitarios mezclan televisión y cama
Hasta el siglo XIX, la sociedad sabía poco de la intimidad. En el mismo cuarto dormían familias enteras, vestidas o desnudas, mayores y niños, visitantes y primos y primas y fámulas o lacayos. En ese barullo, mucho más complejo que el iPhone, el grupo dormía, sin embargo, a coro. La situación no favorecía las confidencias pero, en general, los verbos asociados con los secretos de la vida íntima se usaban poco.
Entre vida pública y vida privada apenas hubo barreras en la Edad Media. La casa era tanto un refugio como un lugar de operaciones mercantiles y quirúrgicas, un recinto tanto para seres humanos como para bestias, cuya tibia respiración servía de estabilidad y estufa.
La burguesía más constituida fue escindiendo el espacio público y el privado. Una cosa era el ruido exterior y otra, el silencio del dormitorio. Cuatrocientos años fueron precisos, desde la Edad Media, para lograr la intimidad pero, como se ve, la intimidad ha pasado a ser la materia prima del espectáculo en nuestro tiempo. Espectacularizada la vida política, espectacularizada la religión, espectacularizado el deporte, la intimidad quedaría como un viejo cantón excluido del rendimiento productivo.
Hoy esa intimidad preservada hasta mediados del siglo XX ha saltado por los aires y no solo por la liviandad de los medios, sino por la voluntad general de contar cualquier secreto de sí mismo para sentirse (espectacularmente) uno mismo.
Las redes sociales son la muestra más significativa de este vuelco hacia el exterior. ¿Dormir? Hace años que el mundo globalizado no duerme y las cotizaciones, las comunicaciones, las relaciones, los vendings son de 24 horas sobre 24.
En este escenario de continua actividad la pausa llega cuando menos se la espera y no precisamente en el antiguo lugar donde se la incluía. La palabra retrete significaba retiro y la palabra alcoba proviene del árabe "cúpula". Ni una ni otra habitación conservan la significación de origen. Ahora el retrete ha pasado a ser un cuarto de baño en el que incluso se camufla la taza empotrándola en la pared y la alcoba es la sede de la cópula entre otros muchos lugares plurifuncionales donde se desconecta el móvil y el ordenador va a hibernar. Como consecuencia, dormimos, hibernamos, cerramos los ojos y soñamos al compás de utensilios electrónicos, que van integrándose, como órganos, en nuestra vida de acción y de amor.
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