España ante la huelga
Tanto Gobierno como sindicatos se enfrentan a decisiones clave sea cual sea el resultado del 29-S
Por muchas razones, la huelga general de mañana se ha convertido no solo en una prueba de estabilidad para el Gobierno, sino también de la responsabilidad democrática de los sindicatos. De entrada, se trata de un conflicto político que promueve un enfrentamiento entre la voluntad del Congreso (la reforma laboral, motivo principal de la huelga, está aprobada en la Cámara baja) y la interpretación de las organizaciones sindicales, que imputan a la reforma, no sin argumentos, una pérdida de derechos de los trabajadores. Supuesto el derecho sindical a convocar una huelga (lo que no está en discusión en ningún caso), se plantea siempre en estos lances una disyuntiva no menor: el conflicto entre la voluntad de los representantes de la nación y una movilización instada por una parte de la sociedad, importante, pero siempre menor que el conjunto.
Si la convocatoria (y la lectura que posteriormente se realice de sus resultados) se orienta hacia objetivos generales, más allá de la reforma laboral, como el viraje de la política económica del Gobierno, entonces el asunto se complica. El Gobierno está obligado a mantener su plan de ajuste presupuestario por una razón tan sencilla como dolorosa (especialmente para un Ejecutivo socialista): los recursos públicos son insuficientes para hacer frente a las necesidades de gasto del actual Estado de bienestar, al menos mientras dure la recesión. Una parte importante de esos recursos procede de la financiación exterior y los prestamistas ya no están dispuestos a financiar sin condiciones el gasto público español. No haber tomado medidas de ajuste tras la debacle griega hubiese condenado a este país, y por ende al conjunto de sus trabajadores, a muchos años de profunda recesión. Rectificar o anular ahora esos ajustes comportaría un riesgo similar.
Esa es la razón última por la que el Gobierno no puede ni debe volverse atrás en su política económica, aunque algunos asuntos sean, por supuesto, discutibles, y por tanto objeto de negociación y discusión. También con los sindicatos. El Ejecutivo ha mostrado su disposición a negociar los reglamentos de la reforma laboral y el futuro de las pensiones, aunque en el clima actual de enfrentamiento no cabe sorprenderse de la fría acogida a su oferta.
Con razón o sin ella, una huelga general en las actuales condiciones de crisis supone un problema grave. El Gobierno cuenta con la baza de que los ciudadanos no parecen estar por la huelga. Los sindicatos tienen a su favor el malestar general con la política económica de Zapatero. En pocas ocasiones se ha producido, según muestran todos los sondeos, una brecha tan grande entre la percepción de la ciudadanía de que la gravedad de la situación sí justifica una huelga y su convencimiento de que, sopesados todos los factores, lo más sensato es no realizarla.
De ahí que la huelga de mañana sea una encrucijada para el futuro inmediato de España. En caso de éxito no debería servir para variar la política económica actual -y convendría no olvidar aquí que la alternativa política real a este Gobierno es un partido poco inclinado a compartir las tesis sindicales-. De cosechar la huelga escaso seguimiento, debería al menos servir para que los sindicatos se replanteasen la inercia que les ha llevado a concentrar su esfuerzo en la defensa del empleo fijo, esto es, de un mercado dual con contratos fijos e indemnizaciones elevadas que condena a la exclusión a la generación más joven. Para ello, resulta imperativo evitar nuevos distanciamientos de la ciudadanía y no fiar el éxito de la huelga a la violencia de los piquetes o al incumplimiento de los servicios mínimos. Si caen en la tentación de parar una ciudad por la fuerza, bloqueando metro o autobuses, los ciudadanos les pasarán factura. Y eso no redundará en beneficio de nadie. Ni de los sindicatos, ni del país en su conjunto.
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