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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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La pasión de Darina al Joundi

Antes de marcharse a vivir a París, Darina al Joundi abandonó la zona musulmana de Beirut, en donde había nacido y crecido, y se instaló en la parte cristiana. "Aquí también piensan que si vives sola eres una puta, pero por lo menos no te lo dicen", me contó al poco de nuestro reencuentro después de veinte años, en el café de Gemmayzeh donde desde entonces solíamos vernos, hasta que ella dejó la ciudad. La última vez que hablé con Darina fue por teléfono y desde aquel mismísimo lugar, en donde casualmente me topé con su leal hermana, la productora Dima al Joundi. Dima marcó el número de París. Al otro lado burbujeó una mujer exultante: "¡Mi libro va a salir en España!", canturreó Darina. Y añadió que era muy feliz. Casada con un cineasta egipcio, triunfando a raíz de su monólogo teatral El día que Nina Simone dejó de cantar, convertido posteriormente en relato, aplaudidísimo en Francia y editado en nuestro país por Alfaguara, hace algunos meses.

"Me alegro de que pueda expresar la obra de arte en que ella se ha convertido"

He guardado para el final, en estos domingos de recomendaciones libreras a las que me he entregado en septiembre, la obra de mi amiga, de mi querida, de mi admirada y respetada Darina al Joundi. Quienes han leído esta arrebatada y valiente confesión de mujer libre comprenderán que no me corte a la hora de envolver su nombre en adjetivos favorables. El día que Nina Simone dejó de cantar es un grito extraordinario lanzado en nombre de la feminidad ofendida, de la voz acallada, de la libertad reprimida.

Cuando conocÍ a Darina -lo he explicado en mi libro Mujer en guerra- era muy guapa, muy libre, muy joven y llena de esperanzas. Ya entonces quería ser actriz. Faltaban tres años para que terminara la guerra civil libanesa (quince años duró), y ella ya había pasado por todo, pero había adquirido una personalidad enriquecida y un carácter indomable. La vida durísima que le aguardaba, precisamente por eso, a partir del fin de la contienda, con el regreso de la hipocresía y de las buenas costumbres, acabó de cincelarla. Cuando volví a verla, a finales del siglo veinte, era una magnífica mujer: delgada, bellísima, minimalista. Exquisitamente reducida a lo esencial. Pasión y fuego. Libre. Superviviente. Fiera. Rabia. Ira. Ah, la ira de las mujeres pisoteadas. Que Alá o cualquiera que sea vuestro dios os libre de ella.

Trabajaba en seriales o intervenía en películas -los botones y recepcionistas de mi hotel enloquecían cada vez que Darina venía a buscarme para salir a quemar la noche de Beirut-, pero su plenitud como actriz le llegó cuando empezó a escribir su propia vida para representarla. Cuando se dio voz. Parte de lo que finalmente cuajó en este impresionante monólogo, El día que Nina Simone dejó de cantar, se encontraba ya en aquella Medea tan especial que representó en el teatro Monot beirutí. Lo hizo en árabe, como es natural, pero ella me lo había adelantado en inglés, de modo que no me fue difícil seguirla. Lo habría hecho incluso sin estar en antecedentes: es una actriz eléctrica. Vi la obra sentada junto a su madre y a Dima. Ellas lloraban, porque se sabían metidas en la historia que Darina relataba desde el escenario. Lloraba yo. Era la primera ocasión en que la veía actuar en carne -poca-, huesos -muy bien puestos- y un pedazo de espíritu trágico que serraba el aliento.

Hace tres años y medio, en Beirut, cuando ella ya vivía en París, tuve otro de esos extraños encuentros propios entre nosotras. Una narración suya aparecía en La Pensée de Midi, publicación de ActesSud especializada en información del Sur, dedicada ese mes a la capital de Líbano y su futuro. Se titulaba, el relato, Zahra. En la intimidad de un salón de belleza en Beirut. Ocurrió dos meses antes de que Caramel se pusiera de moda tras haber sido presentada en el Festival de Cannes. Mi amiga se adelantaba.

Siempre creí que Darina al Joundi poseía un talento fuera de lo común. Jamás pensé que nadie, en este mundo a menudo tan asqueroso, se lo reconociera. Me alegro tanto de haberme equivocado. De que Darina pueda darse en público, expresar y compartir la exquisita obra de arte en que ella misma se ha convertido.

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