Inteligencia y pasión
Para su presentación madrileña Gerard Mortier no eligió una ópera del siglo XX, como bastantes pronosticaban, sino que se decantó por un título romántico hasta las cejas: Eugenio Oneguin, de Chaikovski, que viene a ser algo así como el "negativo" de Il trovatore, de Verdi, tal y como le gusta decir a José Luis Téllez. La elección tiene lógica. Las llamas de la pasión están presentes en todo momento en una obra llena de melancolía y que explora hasta lo más profundo del corazón humano, con las contradicciones, sufrimientos, soledades y pequeños gozos que definen una existencia. Para alguien que defiende las emociones como motor fundamental de la ópera Eugenio Oneguin es un tesoro. La primera carta de Mortier para su puesta de largo madrileña era así más que coherente.
EUGENIO ONEGUIN
De Chaikovski. Orquesta y Coros del teatro Bolshoi de Moscú. Director musical: Dmitri Jurowski. Director de escena: Dmitri Tcherniakov. Con Tatiana Monogarova, Alexey Dolgov, Makvala Kasrashvili, Nina Romanova, Mariusz Kwiecien, Margarita Mamsirova y Anatolij Kotscherga. Inauguración de la temporada. Teatro Real, 7 de setiembre.
La iluminación y la sobriedad dejan sobrecogido al espectador
La primera carta de Mortier para su puesta de largo fue más que coherente
En segundo lugar, la elección de una compañía estable del prestigio del Bolshoi de Moscú volvía a recordar la importancia del trabajo en equipo y en concreto de los conjuntos estables, tanto orquestales como corales, a la hora de montar en condiciones una ópera. Sin que el nuevo director artístico lo pretendiese la memoria madrileña nos llevó a otro Eugenio Oneguin, el representado en el teatro de La Zarzuela en 1981 con Yuri Temirkanov y el teatro Kirov de Leningrado. Se llamaba todavía de esta manera y no Mariinski de San Petersburgo. Aquellas representaciones causaron una conmoción en Madrid y pusieron en primer plano otra manera de hacer ópera en contraste con la atención a los divos y poco más que era lo que entonces se llevaba. Ya habían venido a La Zarzuela compañías de Varna, Kiev o Berlín en los tres años anteriores pero ninguna causó el impacto de la del Kirov.
Curiosamente el director de escena Dmitri Tcherniakov (Moscú, 1970) manifiesta en el primer número de La Revista del Real que Eugenio Oneguin fue la primera ópera que vió. Tenía entonces 12 años y la compañía del Kirov de Leningrado se encontraba de gira por Moscú con esta ópera de Chaikovski. Es decir, contempló en Moscú el mismo espectáculo que se había visto en Madrid un año antes y eso contribuyó a despertar su vocación. No podía entonces imaginar el director ruso que iba a dirigirla más adelante con el teatro Bolshoi de su ciudad natal en la producción que ayer se presentó en el Real.
Lo más discutible en las giras que las compañías del Este traían a Madrid en aquellos años era justamente las bastante anticuadas escenografías. Por ello son especialmente significativas la inteligencia y pasión que rezuman en la puesta en escena de Dmitri Tcherniakov para Eugenio Oneguin. El espectáculo tiene una dirección de actores colosal pero además crea las atmósferas adecuadas para la exploración de los sentimientos individuales y colectivos, tiene una iluminación depurada y es de una sobriedad e imaginación que dejan sobrecogido al espectador, si éste se acerca con curiosidad y sin prejuicios a la propuesta escénica. Sin necesidad de escándalos ni golpes de efecto, sin recurrir a ocurrencias gratuitas y efectistas. Pensando todo en función de las pasiones del alma. Esta era la tercera baza de Mortier: un director de escena con ideas que nunca había recalado en el Real y que ahora se los rifan en Milán, Berlín o París y, por supuesto, en su propio país.
El reparto vocal fue coherente y de un nivel notable. Como cantantes-actores estuvieron todos extraordinarios. Los valores expresivos y teatrales estaban en primer plano, algo que en la ópera es imprescindible para transmitir la tragedia, el drama o los estados de ánimo. La orquesta y el coro respondieron a los mismos principios básicos. En concreto, la orquesta brindó una prestación de una melancolía infinita, con acusados contrastes y con remansos de paz permanentes para ayudar a profundizar en la interioridad de los personajes. Un defecto: las pausas entre escenas fueron excesivas y dispersaron la concentración. Presidió la representación la Reina Sofía.
Babelia
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