Un maldito embrollo
El déficit de tarifa eléctrica se ha convertido en un grave problema financiero. Detener la subida del recibo de la luz a la espera de un pacto con el PP es el último error económico del Gobierno
Los ministros de Industria de Rodríguez Zapatero tienen pendiente desde 2004 resolver el problema más urgente y amenazador del mercado eléctrico, que es el déficit de tarifa. La historia es tan pegajosa como el estribillo de una canción del verano: los Gobiernos del PP quisieron ponerse la medalla de que, o bien no subían el precio de la electricidad o lo hacían en porcentajes mínimos, señalándose a sí mismos como protectores de los consumidores, de la viuda y el huérfano; a tal fin, diseñaron un mecanismo estrafalario que fijaba por una parte los ingresos reconocidos que debían recibir las empresas y, por otro, la tarifa que debían pagar los consumidores; el resultado del dislate fue embalsar los precios de la electricidad mientras prometían a las compañías eléctricas unos ingresos garantizados por ley; la diferencia entre lo que los consumidores pagaban por tarifa y esos ingresos garantizados es el déficit de tarifa; asciende a más de 11.000 millones de euros reconocidos a 31 de diciembre de 2009, a los que habrá que añadir otros 3.000 millones este año.
España carece de una estabilidad regulatoria que garantice los ingresos y retribuya las inversiones
Es imposible gestionar un sistema subvencionado con un déficit creciente sin subir tarifas
Un entuerto de tal magnitud tenía que conmover a cualquier Gobierno, por poco avisado que fuese. Así, los ministros de Industria del PSOE cambiaron la política de embalsar los precios por un tibio reconocimiento del desaguisado financiero e instauraron la costumbre de subir la tarifa eléctrica cada seis meses. Parecía que, por fin, el presidente del Gobierno y sus delegados en el país del kilovatio habían entendido la lógica implacable de que las deudas hay que pagarlas y que los precios tienen que reflejar las condiciones de oferta y demanda. Claro que en España no existe un mercado articulado que recoja las señales de inversión, precios e ingresos, sino un zoco o rastrillo ridículo en el que los ofertantes y demandantes de electricidad son los mismos; de forma que la cancelación de la deuda eléctrica reclamaba además una modificación drástica del modelo de fijación de precios. Pero como no hay expectativa que este Gobierno no sea capaz de frustrar, resulta que un buen día apareció el ministro de Industria, Miguel Sebastián, cruzando sonrisas con el portavoz de Economía del PP (uno de los cómplices del desaguisado del déficit de tarifa durante los Gobiernos del PP), y anunció, como quien promete un edén energético, que se suspendía la subida de las tarifas en tanto no se negociara un pacto energético con el PP, en el que, supuestamente, se procedería a una revisión de los costes del sistema.
El pacto energético es un misterio; no se sabe muy bien lo que se pretende, como no sea que el Gobierno y el PP pacten en el Congreso cargar el déficit de tarifa sobre las cuentas de resultados de todas las empresas energéticas; en cuyo cayo, Repsol o Cepsa podrían argüir ante un tribunal que no tienen por qué pagar las jubilaciones faraónicas de los directivos de las eléctricas, en régimen regulado. Tampoco se advierte a primera vista la ventaja política que puede obtener el crispante PP, porque todas las decisiones que hay que tomar en el mercado eléctrico cuestan votos. Y qué decir de la irracionalidad del Gobierno, que entrega al PP la ventaja política de parar una subida del recibo de la luz. Quizá en la torpeza de unos se encuentre el beneficio de los otros.
El daño peligroso no es el político, sino el deterioro económico y financiero calculado. Para empezar, mantiene en vilo cualquier corrección del sistema eléctrico (distribución, transporte, mercado mayorista, comercialización, servicios de ajuste y regulación...), en suspenso el mencionado déficit de tarifa y en nebulosa la integración de las energías renovables en la gestión del operador eléctrico. Todas las heridas permanecen abiertas a un tiempo, sin que el Gobierno sea capaz de cauterizar siquiera una de ellas por su propia iniciativa. Y no es que los precedentes sean esperanzadores. Por si no fueran pequeños los rotos causados por los equipos energéticos de Aznar, los de Rodríguez Zapatero se han cubierto de gloria con decisiones tan macarrónicas como el cierre en falso de los Costes de Transición a la Competencia (es decir, sin ajustar las cuentas para que las compañías devuelvan los más de 3.000 millones que, según los informes de la Comisión Nacional de la Energía [CNE], cobraron de más a los usuarios a través de la tarifa), la imposición del carbón nacional como fuente privilegiada de generación eléctrica o la prometida titulización del déficit de tarifa. Cuando se suspende la fuente de ingresos de las eléctricas (la subida semestral de la tarifa), resulta perfectamente descriptible el entusiasmo del inversor al que se le ofrezca deuda de un servicio cuyo precio se fía al albur regulatorio de un pacto.
Pero el segundo pecado mortal de los equipos energéticos de Zapatero después de la desidia en resolver el déficit de tarifa es la gestión de las energías renovables. Cualquier administrador político en su sano juicio hubiera organizado un sistema de cupos de generación renovable (eólica, fotovoltaica y termosolar, en particular la primera); el coste de tales cupos debería haberse fijado mediante subasta. Pues bien, Rodríguez Zapatero y José Montilla aceptaron, como concesión perversa a Convergencia i Unió (CiU), un sistema impracticable según el cual las comunidades autónomas deciden cuántos kilovatios renovables (eólicos, sobre todo; el resto es producción marginal, aunque carísima) optan a convertirse en producción cierta, mientras que es el Estado quien tiene que pagar unas primas desmesuradas que ya se han convertido en derecho.
El resultado del unos deciden lo que otros pagan es que los Gobiernos autónomos han aceptado todos los proyectos eólicos presentados, porque en algunos negocios las autonomías funcionan como un mecanismo clientelar de concesión de favores. Ese método tan churrigueresco carga la tarifa anual con cantidades principescas (7.000 millones de euros este año). Ya se verá si el fulgurante rasgo de valor de Industria al reducir en un 45% las primas a la energía solar fotovoltaica se concreta o bien se pervierte con alguna concesión por la puerta trasera.
Esta zarzuela de incongruencias viene denunciándose desde 2004, pero no cesa de agravarse. Si se quiere acabar con el déficit de tarifa (que superará en 2010 los 14.000 millones reconocidos y pronto resultará una bola indigerible para cualquier mecanismo de financiación), lo adecuado es restablecer ya la subida periódica de las tarifas y negociar con las compañías eléctricas, para que acepten reducir los compromisos de déficit en función de los beneficios regulatorios atrapados (CO2, CTC). Para eso no se necesita ningún pacto ni maniobras tronadas de estadista de tercera. Si se quiere construir un mercado eficiente, en lugar del actual, que premia a unas tecnologías (agua, nuclear, renovables) y castiga con saña a otras (ciclos combinados), apenas hay que modificar los incentivos a la inversión y permitir la entrada de nuevos agentes comercializadores; pero a este Ministerio de Industria le falta espesor técnico para afrontar un cambio de esta naturaleza y la CNE no ha participado con provecho en una decisión relevante desde que resultó devastada por las decisiones de Josep Piqué allá por 1996. Si se quiere mejorar la operación del mercado para evitar una situación crítica de la oferta y la demanda que acabe en apagón, puede diseñar incentivos de precios que aplanen el consumo en horas punta y suban el de horas valle; para eso bastaría con instalar los contadores que discriminan el consumo.
La madeja se ha enredado hasta convertirse en un maldito embrollo porque no se pueden satisfacer tres deseos contradictorios, a saber: disponer de energías subvencionadas (la subvención a las renovables es directa, pero la nuclear y la hidroeléctrica disfrutan de cuantiosos beneficios regulatorios), sostenidas por un déficit permanente (que ya es asfixiante) y no subir las tarifas. Se infieren, pues, dos preguntas. La primera es: ¿para qué necesita el consumidor esa empingorotada elucubración de un pacto energético sin contenido real si los 11.000 millones (14.000 al final de 2010) tendrá que pagarlos de igual forma? La segunda es: ¿para qué sirve este equipo energético que marcha siempre renqueando varios metros por detrás de las decisiones que impone La Moncloa y que no es capaz de ajustar con presteza desarreglos sencillos teniendo a su disposición el BOE y la negociación directa con las empresas? La respuesta en ambos casos es la misma.
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