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Columna
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Sinceridad

Enrique Gil Calvo

Este fin de curso político ha estado dominado por dos acontecimientos casi coincidentes y por tanto forzosamente vinculados entre sí: la toma de postura ante la sentencia del Constitucional sobre el Estatut y el debate en el Congreso sobre el estado de la nación que le ha servido de caja de resonancia. Comencemos por este último, en el que se examinaban ante las cámaras tanto el jefe de la oposición como el presidente del Gobierno. Y aunque casi todas las encuestas post debate han arrojado resultados dispares que rozan el empate a los puntos, en un juego de suma negativa que perjudica a ambos por igual, quizás estuviera más acertada la del CIS, que proclamó vencedor a Zapatero. Es verdad que su veredicto no es del todo fiable, pues habría que descontar su sesgo oficialista progubernamental. Pero lo cierto es que en su primera réplica, aunque no en su exposición inicial, Zapatero pareció exhibir mayor poder de convicción que su rival.

¿Está de verdad dispuesto Zapatero a sacrificarse políticamente?
Al presidente le han aconsejado decir la verdad en sus mensajes

¿Convincente Zapatero? ¿Cómo es posible, dada su probada volubilidad de funámbulo profesional? Hay una posible explicación. En la última ocasión en que fue llamado por La Moncloa, su primer asesor en discurso político (framing), el célebre lingüista californiano George Lakoff (ya se sabe: el de "no pienses en un elefante"), le recomendó para salir del atolladero un nuevo encuadre o marco interpretativo (frame) de seguro éxito infalible: la sinceridad. Cuando no sabes cómo justificar lo inexplicable, la mejor disculpa es decir la verdad. Y es lo que ha venido haciendo Zapatero desde aquel aciago fin de semana, a primeros de mayo, en el que el euro estuvo a punto de hundirse por la crisis de la deuda soberana, y la UE decidió como último recurso proceder a un draconiano ajuste fiscal obligatorio para todos los países por igual, empezando por España. Y a su vuelta de Bruselas, Zapatero nos tuvo que decir la verdad: me veo obligado por las circunstancias económicas a traicionar mis convicciones sociales.

Y es lo mismo que ahora ha vuelto a hacer en su discurso del estado de la nación: decir la verdad con toda sinceridad como única forma de justificarse. Esta es la más eficaz línea narrativa que ahora preside todo su discurso. Pero para componer un relato político no basta con una línea argumental, aunque esté basada en la sinceridad. Además, hace falta otra cosa, y es encontrarle algún sentido último a su narración. Pues bien, Zapatero también fue capaz de encontrarle un mensaje finalista al relato de su discurso en el debate de la nación: y ese sentido último fue su sacrificio, su auto-inmolación: me sacrificaré por España "me cueste lo que me cueste". Un mensaje final de tipo redentor o mesiánico, plenamente acorde con la tradición cristiana, que resulta de seguro éxito retórico si se pronuncia con la suficiente convicción. Pero dado el historial de Zapatero, para que semejante mensaje de sacrificio redentor resulte convincente, o al menos creíble, hacen falta algo más que buenas palabras proferidas en público. Y lo que hace falta es que ese sacrificio sea real: ¿está de verdad dispuesto Zapatero a sacrificarse políticamente en bien del interés general? ¿Renunciará para ello a encabezar la candidatura socialista en 2012?

Pero dejemos el sacrificio y volvamos a la sinceridad. No sé si Zapatero fue sincero en su discurso sobre el estado de la nación. Pero desde luego sus interlocutores, a excepción de IU, no lo fueron en absoluto. Ni lo fue Rajoy, al silenciar su programa oculto, ni lo fueron los nacionalistas, que continuaron escandalizándose por la sentencia del Estatut. Y en lugar de ser sinceros, admitiendo que el Constitucional había resuelto el problema planteado por la ambigüedad confederal del Estatut, lo que hicieron fue redefinir el sentido de la sentencia para fabricar así un nuevo problema artificial en la agenda pública española. Según ellos, hay que volver a empezar como Sísifo su eterna lucha irredenta, subiendo de nuevo por la pendiente cuesta arriba la roca del raca-raca soberanista. Por eso dicen ¿y ahora qué? Después de la sentencia, ¿cómo se replantea el encaje de Cataluña en España?

Pero también aquí hay que exigir sinceridad. O al menos, 'claridad' (otro sinónimo de la sinceridad), según decretó el Supremo canadiense para admitir la posible secesión de Quebec. Que todos proclamen con sincera claridad qué tipo de vínculo plantean entre Cataluña y España. ¿La secesión, como pide ERC? ¿Un vínculo unitario, como parece pedir el PP, traicionando el modelo autonómico? ¿Un vínculo federal, como solía pedir el PSC y hace posible la sentencia del Constitucional? ¿O un vínculo confederal como parece pedir CiU, lo que exige cambiar por consenso la Constitución española?

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