El ojo en el lujo ajeno
Es cosa sabida y asimilada, aunque sea de forma inconsciente, que a mayor crisis económica, más necesidad siente un gran sector de la sociedad empobrecida de evadirse mediante la contemplación del lujo.
No hace falta recurrir, para demostrarlo -aunque lo haré-, al ejemplo de las películas comerciales que Hollywood produjo en tiempos de la depresión anterior, en los treinta. Aquí mismo, en 1944, en una España depauperada, sangrante, surgió un invento llamado ¡Hola! La revista ya descubrió en su momento que los pobres, cuanto más pobres son, más necesitan soñar -o al menos, cotillear- con la fortuna y el éxito, aunque sea de los otros. Y que los afortunados exultan cuando pueden mostrar sus caudales y triunfos.
"A todos nos apetece de vez en cuando una dosis de esplendor
Una tercera vertiente del gusto popular -no ligada a crisis ni a bonanzas- es la de contemplar la caída de los ídolos y la depravación de los ricos y felices. Pero eso no lo cuenta ¡Hola!, eso queda para publicaciones que se mueven en el otro extremo de la cuerda. En cierto modo, la una y las otras son complementarias.
En nuestro país, en la actual crisis y acorde con los tiempos, es la televisión el medio que ha tomado el relevo del cine a la hora de servir platos suculentos para paladares ansiosos. Cómo viven, en dónde viven, cuánto gastan, qué se ponen, cuál es su nivel de derroche; cuanto más, mejor. A todos nos apetece de vez en cuando una dosis de esplendor. Lo que pasa es que, con el tiempo, hemos ido perdiendo los referentes de elegancia y hemos ido bajando el listón.
En los años treinta, Hollywood gastó un montón de dinero en películas con coreografías de Busby Berkeley tan caras que, con lo que costaba cada producción, el Ejército de Salvación habría podido repartir sopa durante un mes a todos los pobres de EE UU. Pero aquellos filmes, del que La calle 42 sería emblema, ofrecían sueños: la chica que por un golpe de suerte se convierte en estrella de Broadway y brilla en el centro de un juego de espejos que repite hasta el infinito la imagen de despreocupación y felicidad de una legión de coristas ligeras de ropa. Aquellos filmes, además, eran arte y continúan siéndolo.
Otro tanto ocurre con las deliciosas comedias de tramas románticas e improbables, que transcurrían en escenarios de ensueño (transatlánticos, mansiones, países exóticos), y en las que los protagonistas aprovechaban la menor ocasión para bailar. Fred Astaire y Ginger Rogers rizaron el rizo con sus danzas y dejaron detrás, para quien quisiera cerrar los ojos y olvidar sus miserias, un rastro de lentejuelas, raso, sombreros de copa e impecables suelos encerados, parques y champán. También son arte hoy, aunque sea solo por los números de baile y canto.
Difícilmente sobrevivirán, en cambio, los programas de televisión que actualmente arrojan carnaza a nuestro instinto de supervivencia. Aparte de que no están hechos para perdurar, sino para el consumo rápido. Su condición efímera y banal no los hace menos significativos. ¿Qué sentimientos excitan en nosotros? ¿La ambición, la envidia? No lo creo, porque, en tal caso, se multiplicarían los atracos de bancos. Distraen, evaden. Que ya es mucho.
Como ávida observadora del ¡Hola! que soy, sobre todo en determinados momentos de nuestra historia, me encuentro muy bien dispuesta para devorar mansiones ajenas. Nada habla tanto de una persona como su casa: lo que sobra en su casa o lo que falta. Ah, todavía recuerdo un programa de Canal +, de cuando Aznar era candidato, en el que salió madame Botella sentada en su cuartito de estar. La historia de los ocho años que siguieron se reflejaba ya en la platería instalada en su mesa camilla. Otra muestra de psicología mobiliaria a la que me refiero a menudo es la de la pareja de ricos rusos pos-soviéticos que desayunaban caviar en una mesa larga y llevaban batas ribeteadas de armiños. Aprendo mucho observando las residencias ajenas, y las de los ricos ofrecen no pocas pistas. Pero raramente envidio o deseo lo que tienen en la casa; como mucho, el enclave, el paisaje que algunos ven cada mañana al despertar.
Tener los ojos clavados en el lujo ajeno nos distrae de los apuros propios. Y es una práctica que no conduce al fanatismo.
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