_
_
_
_
PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Pues sí, confío

Muleta en mano entré en España y, además, en silla de ruedas -cualquiera convencía a mi rodilla más tonta de que me hiciera a pie la grande y reluciente T-1 del aeropuerto del Prat-, y mi primer contacto humano, aparte del amable joven Javier que me empujaba, gentileza de AENA, fue un guardia civil, que me hizo esperar mientras procedía a examinar la más sospechosa de mis maletas.

Si están esperando que le ponga a caldo, se equivocan, amados míos. Soy de la opinión de que, en este país, tres instituciones que antes nos daban mucho miedo, a saber, la policía, la Guardia Civil y el Ejército, son ahora de lo mejorcito que tenemos. He tratado con militares nuestros allá abajo en el Líbano. Buenos en lenguas, buenas personas. Tengo amigas policías en Vía Layetana. Y los guardias civiles me han sacado de más de un apuro en carretera. ¿Pánico? El que me inspiran esas personas que, habiendo contribuido a la tragedia del Yak-42, siguen mostrando una helada insensibilidad y continúan tan campantes. ¿Temor? El que me instilan quienes utilizan la justicia a su provecho, y que van de nobles, de patrióticos, y retuercen los hechos y las palabras para convertir ambos en meros felpudos a su servicio. Esa gente sí que me da miedo.

"Cuando el miembro de la Benemérita tuvo ante sí el espectáculo, suspiré"

De modo que íbamos, mi muleta y yo, hacia la salida de la T‑1, en la silla de ruedas empujada por el joven Javier con la mano izquierda, mientras que tres maletas, en su correspondiente carrito, avanzaban al unísono, conducidas por la mano derecha del susodicho, todo un experto en equilibrio y fuerza.

El guardia civil, un caballero de unos treinta y tantos, con gafas montadas al aire, nos detuvo amablemente allí donde te detienen en estos casos. Uno de los tres bultos -que mandé por cargo aéreo desde Beirut y un despiste de alguien dejó abandonado en una cinta; otra larga historia rematada felizmente por la amabilidad de Piedad, de Lufthansa, que la rescató, y de su colega, que me la devolvió- pesaba como un demonio. Contenía libros, DVD y CD. Montones, bien ordenaditos, como en un expositor top-manta. Cuando el concienzudo miembro de la Benemérita tuvo ante sí el espectáculo, suspiré: "No es lo que parece".

Me contempló, como reflexionando. Tenía una mirada inteligente, de modo que le espeté: "He sido corresponsal de guerra en Beirut". Lo cual no es cierto, pero reconozcan que impresiona. No les iba a contar que me he chupado un montón de guerras allí, escribiendo sólo cuando me lo pedían, y que, escribiera o no, los tiros bailaban lo mismo. Tampoco le expliqué lo bien que lo pasé, en paz.

De súbito, tuve un momento de inspiración. Agarré un disco compacto y lo enarbolé, triunfante: "¡Este disco me ha acompañado en Beirut en los peores momentos!". Lo miró. Le miré. Me miró. Yo seguía agitando el disco en el aire: una recopilación de las mejores creaciones de Marifé de Triana.

Él mismo me ayudó a cerrar la maleta, con la ayuda del joven Javier, pero, ay, por un pelín no encajaba. De nuevo reaccioné con rapidez: "Sobra un poco de poesía". "¿Usted cree?", dubitativo. "Se tiene que poder cerrar". "No", insistí yo. "Sobra, sobra".

Extraje tres pequeños a la par que grandiosos volúmenes: la antología de Gil de Biedma que poseo desde hace dos veces veinte años, la de Ángel González y la del poeta sirio-libanés Adonis.

De modo que finalmente, poesía en regazo, volví a España, y al verles entrar conmigo, a los tres poetas, cada cual desde su orilla, pensé que toda aquella ceremonia del regreso con registro reglamentario tenía su sentido. Aparte de que mi estimado guardia civil ya me había comentado que la gente es capaz de guardar las cosas ilegales en los lugares más sorprendentes, hasta en las figuritas de un tablero de ajedrez. "Ha cumplido usted con su deber", le felicité.

Y la verdad es que sí. Más que los que denuncian que la policía está al servicio de Rubalcaba. Más que aquellos que son capaces de destrozar la credibilidad de las instituciones intentando arrimarlas a sus siniestras sardinas.

Ya estamos aquí, pues. La muleta y la silla pasarán a la historia. No así este recuerdo de mi reencuentro con las instituciones en las que confío.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_