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AL CIERRE
Columna
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Idioma universal

Rafael Argullol

No soy amante de las encuestas pues, singularmente en los países de mentalidad católica latina, los encuestados acostumbran a responder para "quedar bien" antes que para reflejar lo que piensan (basta con contrastar la opinión de los españoles sobre su sexualidad con la información de los sexólogos sobre la sexualidad española). Ni confío en las estadísticas ni retengo sus resultados, pero una, escuchada o leída no sé dónde, siempre me viene a la memoria. Según sus datos, un campesino de los años cincuenta -probablemente analfabeto- utilizaba en su habla el doble de palabras que un universitario de principios de este siglo que, como media, reducía su vocabulario a unos 3.000 términos.

Como estoy educado en la idea de que hay una estrecha unidad entre pensamiento y lenguaje, y en la convicción de que éste es nuestro instrumento mediador con la existencia, aquella estadística me insultó alarmantemente ya que mostraba el empobrecimiento de nuestra relación con las cosas, por más que un universitario actual disponga de muchos más discursos técnicos que el pobre campesino de hace 50 años. Este no tenía ninguno de nuestros conocimientos globales, pero lo que sabía lo sabía con gran riqueza de detalles.

No siento nostalgia por la situación del campesino, pero reconozco mis reservas ante nuestra celebrada globalidad. Por ejemplo, leí que el globish es la propuesta más reciente y exitosa de un idioma universal basado en el inglés y dotado de 1.500 palabras, es decir, la mitad de las del universitario de principios de siglo y una cuarta parte de las que usaba el campesino analfabeto. El reduccionismo lingüístico y quizá mental gana adeptos.

Por lo que oigo en la calle, en los medios de transporte o en los restaurantes, la propuesta parece generosa, porque tengo la impresión de que con un par de centenares de palabras bastaría. El ansiado idioma universal de los ilustrados está finalmente a nuestro alcance, sobre todo si no queremos decir nada, más que gritar consignas de cualquier tipo. Para gritar, como sabemos por nuestros queridos tertulianos radiofónicos o televisivos, no hacía falta que el hombre se tormara la molestia de inventar el lenguaje.

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